Era tarde y el teléfono suena, como sonó mucho este fin de semana.
Abro la pantalla y leo un mensaje de Bella.
“si estás acá y tenés tiempo, venite a tomar unos mates.”
Junto las llaves y so pretexto de cargar nafta me voy.
“bueno”, respondo.
–Voy a llegar tarde.– digo en un gesto de gentileza a los propietarios de la residencia.
Al llegar escribo: “toc toc” en el celular y me dirijo hacia la puerta.
Abro la reja en el mismo momento en el que Bella abre la puerta de entrada.
–Hola
–Hola.
–Qué
lindo verte.
–Muy
lindo verte a vos.
Nos sentamos uno frente al otro, mesa de por medio. Bella, por siempre
bella, como si el tiempo no le pasara, calentó el agua mientras yo parado
evitaba sentarme tratando de franquear esa imposible distancia que establece
una inútil mesa.
El agua estaba caliente y, resignado, me senté.
Charlamos de muchas cosas y de ninguna. En un momento sentí que el
diálogo era casi un interrogatorio sobre mi existencia pretérita. En otro
momento quizás yo quise saber mucho de ella.
–Es
como si tuviéramos muchas vidas.
–Tenemos
una sola, con muchos sucesos.
–Mi
nombre, por ejemplo. No me reconozco cuando me llaman por ese nombre.
Yo siempre acorté su nombre de un modo particular y todo mis círculo
(para no decir óvalo o caósfalo, se acostumbró a llamarla así).
–Yo
te pienso y me surge ese nombre y no otro.
–Ya
sé… el otro día estaba en la marcha de ni una menos y X (menciona un allegado o
un alejado, que no es lo mismo pero es igual) me dice: (…) y yo me quedé
pensando en si era yo.
–Para
mí sos vos, ese nombre coincide con lo que veo.
–Pero
yo no soy más la yo que era cuando éramos.
–Obvio,
sos otra y sos la misma.
Y seguimos hablando de esas “pamplinas que se inventan los chavales”…
–¿Te
gusta bailar?
–Sí,
¿por?
–No
recuerdo que bailáramos. Sí que saltáramos al ritmo de la música, pero no que
bailáramos.
–Pogo
soft hacíamos.
Ambos reímos.
–Sí,
pogo soft.
Y la veo ahí tan bella y la luz tan suave y la música tan tenue que la
tomo de la mano y la llevo hasta mi talle. La agarro de la cintura, ella apoya
sus brazos sobre mis hombros y, si bien no bailamos, nos movemos al ritmo de la
melodía.
Acerco mi cara a la suya y ella se inclina. Expone su impúdico cuello
que rozo con un mísero beso y retiro mis labios. Apoyamos nuestras frentes y
Bella toma noción de que o yo soy más alto que su recuerdo o ella más peque. Rozamos
los labios y se retira.
Avanzo hacia ella, inclino mi cabeza y cuando ella alza la suya y
expone sus labios, me retiro un paso atrás.
Entonces ella se acerca. Nos besamos y se va. En un juego histérico que
disfrutamos ambos.
Ir y volver, dar y no dar. Hasta el inevitable anclaje de un lugar y de
unas caricias y de unos besos que no se retiran.
Me detengo y la miro. Ella me mira.
–Aún
tenés algo para decirme, la última vez que hablamos tenías mucho para decirme.
–Perdoná…
me enojó tu histeria y yo estaba pasando mil cosas. Desde hace un par de años
que no tengo filtro.
–Mario…
(me mira) ¿Cuándo tuviste filtro?
Pausa significativa para los actantes. No niego nada ni acepto, me
acerco y la beso por dos razones, para que deje de decir verdades y porque
tengo ganas de besarla.
–Cuando
vuelva a hacer el amor con vos, quiero que te despiertes a mi lado. Hoy no es
el día.
Nos besamos un par de veces más antes de que me fuera, pero me fui
igual.
Nos despedimos los dos sin mañanas posibles ni imposibles.
Al fundir la cabeza en la funda de la almohada cerré los ojos y la
llevé al mundo de Morfeo, en donde sé que es y será eternamente mía.