Son las 19:30 de un 14 de enero de 2019 cualquiera. Salgo al patio.
Micropatio y me siento en un banco. Banco que nostalgia a un antiguo dueño y a
unas viejas fotos familiares.
Salgo a esta hora porque la luz solar es suave sobre mi piel y cierto
lobo crónico suele perseguirme en verano más que en el invierno. Salgo a esta
hora también porque no sé por qué miles de pájaros revolotean como jugando en
un espectáculo que dura una hora cuando mucho. Salgo con un vaso de cerveza y
un par de cigarrillos (encendidos en forma sucesiva, no simultánea… por ahora).
Salgo y me siento en el banco, apoyo los pies en una mesa ratona y me quedo
ahí, haciendo nada, por casi una hora, mirando el cielo. Para ser más preciso,
mirando los pájaros en ese cielo. Juego a que los identifico. Pero en realidad
me miento a mí mismo, porque conozco poco de pájaros. Disfruto verlos volar.
Ponerme a pensar en los modos que tiene cada uno de ellos. No todos los pájaros
vuelan iguales aunque sean de la misma especie. Hay unos que baten alas con
locura y frenesí y cuando se detienen a planear es un milisegundo y en
círculos. Otros levantan vuelo hacia el cielo, alto, bien alto; para de pronto
cerrar las alas y venirse en picada y cerca de los techos o mi cabeza, las
despliegan y hacen un planeo rasante a una velocidad increíble. Los que vuelan
más en altura tienden a quedarse planeando largo rato, como descansando de algo
hecho, agitan tan sólo un poco las alas cuando sienten que pierden altura y
luego siguen planeando. Están también los que pasean todo el cielo haciendo
círculos sobre la misma ala siempre. Y los que se divierten siguiendo a otros.
Yo los miro. Pero este día cualquiera pasa algo extraño; extrañamente
familiar. Entre el vuelo de todos ellos y como emulándolos, aparece y desaparece
una libélula. Trato de pensar en dónde hay agua cerca, quién tendrá una pileta.
Pero no, al poco tiempo me doy cuenta que esta maldita libélula los está
imitando.
Quizás se ha confundido. Tal vez se cree pájaro. Vaya uno a saber. Pero
ahí está, sin importarle nada, siguiendo el ritmo y vuelo de sus pares con
plumas. Todo lo hace a una altura menor que sus amigos pero replica cada
movimiento casi a la perfección.
“Esa libélula está confundida, se cree pájaro”, charlo con alguien que
al oírme sonríe.
A las 20:20 ya todo está en calma y el cielo parece deshabitarse. Yo
junto mis cosas y voy entrando a mi casa. Me doy vuelta para cerrar la puerta y
la veo en vuelo veloz pasar por sobre mi cabeza en su obstinación de ser ave.
Entro a casa y me pongo a pensar en cuanto nos parecemos a las
libélulas.