Estos últimos años la gente parece sentirse con
derecho a insultar, agredir, atacar con una impunidad, un desparpajo, una
supuesta autoridad sobre un saber que no tiene.
No hablo hoy de un hecho particular, porque hace un
año trato de mantenerme al margen o simplemente preguntar: “¿che, por qué me
estás agrediendo?” (Consejo personal probado, no lo hagan; se ponen peor).
No sé si lo que siento es una sensación o una
realidad, si se restringe a esta comunidad o es toda la argentina o quizás el
mundo. No tengo idea.
No creo que esto sea algo espontáneo, aunque tampoco
creo que sea absolutamente intencionado. Creo que hay una violencia implícita en
el sistema que vivimos en el cual cada vez nos alejamos más del Otro y nos
restringimos a un mundo virtual onanista y autocomplaciente. Creo también, que
hemos convertido a la violencia, mediante ese plasma protector que parece
mostrarnos la realidad a la vez que nos protege de ella manteniéndonos
alejados, en un espectáculo que, de a poco, nos ha ido inoculando contra la
sensación de espanto que deberíamos sentir.
Creo que hemos naturalizado el discurso del odio de
tanto oírlo (mediáticos sin otro argumento que el insulto y el desprecio), nos
hemos familiarizado con la agresión verbal (extrañamente familiar); hemos ominizado
el discurso. Todo nos es ajeno, familiar y peligroso, por eso podemos hablar
con descaro y sentir impunidad en el insulto, la agresión y el desprecio.
El Otro, es el peligro, el hombre de arena que irrumpe
dispuesto a pervertir nuestra tranquilidad virtual y como en la leyenda alemana,
ha venido a arrojarnos arena en los ojos.
No me sorprenden las peleas de adolescentes porque
creo ver en ellas una representación en cuerpo de la agresión que viven
regularmente desde el mundo adulto.
Hemos subjetivado la realidad a tal punto que nos
creemos poseedores individuales de una verdad totalitaria y absoluta (aunque en
realidad, si la analizamos a fondo, es prestada e impuesta con un solo fin: “vender”
tranquilidad). Los que no insultan, se llaman al silencio despreciante y
desconsiderado.
¿Estamos matando el dia-logo?
No me siento cursi si expreso que no puede haber
revolución si no hay amor absoluto y no creo que el odio sea la forma más
adecuada para combatir al odio. Tampoco creo en la ridiculez de andar abrazando
a quienes nos golpean (no soy “tan” estúpido).
Tal vez, como dije al principio, esto sólo sea una
sensación… quizás la espectacularización de la violencia nos ha hecho creer en
una metonimia en la cual la parte es el todo.
Cuando hablo con gente, me doy cuenta que tienen más
en claro con quienes se enfrentan que a quienes aman. El filósofo del martillo
dijo alguna vez que quien con monstruos lucha, debería cuidarse de no
convertirse en uno.
Deberíamos proponer colectivamente la vuelta al
diálogo, pero no la conversación banal sino el diálogo peligroso en el cual
tememos que podamos ser transformados. No se puede construir un mundo para
todos si dejamos al Otro de lado.
Hay que levantar los ojos del pupo y atrevernos a
existir.
He dicho.