Si algo me llamó la atención de este primer día en Rosario es que parece que no hubiera pobreza o gente que pide entre las mesas. Tampoco veo gente afuera, juntando basura o sentadas en el piso jugando a tu lástima para poder sobrevivir en este mundo.
Si mi observación de la ciudad se redujera a lo que puedo ver en este comedor, desde la ventana, mientras me arrepiento de no haberme puesto protector solar; pensaría una cosa...
El segundo día encuentro una pizzería muy coqueta que vende el esperado porrón, $ 35 es caro pero lo vende. Me siento. Entra un muchacho con unos señaladores pero no llega a mi mesa; el mozo lo detiene amablemente y lo deja afuera. No evita que se quede en la vereda y yo lo vea. Hay menos luz, la gente está menos eufórica y la pobreza se ve... está afuera.
El tercer día encuentro, por fin, un lugar en el que me siento cómodo. No es otra cosa que un quiosco con mesas y por 20 compro lo que ayer me costó 35. Lo compro en la caja y me prestan un vaso de vidrio que parece estar lavado. Agarró las dos cosas y me siento en una silla frente a una mesa atornilladas al piso con un grupo de feligreses que ven el partido entre Belgrano y Newell's. Ellos se manifiestan discretamente contentos con el resultado del partido, nada de imprecaciones innecesarias ni exhibicionismo de hincha mediático, no; cada emoción se percibe en las arrugas de sus rostros.
Un perro semisarnoso está recostado en el piso. Dos niños, uno con estampitas y otro con señaladores pasan entre las mesas. Luego del primer gol entra uno vendiendo lapiceras.
Hay pobreza adentro como hay pobreza afuera porque no hay diferencias entre el adentro y el afuera.
Pienso en la dosis de realidad que nos permitimos como algo inversamente proporcional al dinero que estamos dispuestos a gastar. Mientras más gastás, más te podés alejar de esa realidad que no queremos ver.
Pienso en los tres días y sé que me sentí más cómodo el tercero... y sé que no fue por amarrete.
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