El atardecer clarea una gama de grises de color que van desaturando del
rojo al amarillo, del gris al naranja.
El horizonte es el paisaje que anida en las pupilas de estos rutinarios
viajeros de encuentros semanales y charlas existenciales, que en el fondo
comprenden que la vida sólo es ruido y furia, que en su mejor momento es
nostalgia (“¿te acordás, papá cuando…?”) y en su peor momento, un desamparo (“vos
no me querés… preferís estar corrigiendo eso…”). Y sin embargo, hay cosas que
nos salvan: ese horizonte, que se ofrece generoso siempre ahí tan cerca de tan
lejos, y las charlas que con Matu construimos huyendo o tratando de entender
los inevitables de nuestras existencias.
Cuando comprendí todo lo que aprendía de estas charlas incluso antes de
que ella hablara comencé una serie de textos fragmentados, caprichosos,
destinados a dejar registro de la maravillosa filosofía que habita en almas que
aún no están completamente socializadas. De este registro, algunas, solo
algunas fui publicando en el blog para ver si había corazones destinados a
entenderlas…y lo único que tengo claro es el momento final de producción: el
primer día de primer grado (hoy estoy más seguro que nunca).
Comencé las “Crónicas de Matulandia” a finales de 2013, cuando empecé a
comprender todo lo que aprendía o recordaba con ese extraño ser que llamo, por
cuestiones de jerarquía social, hija y terminaré de escribir a principios de
2019.
¿Y a qué viene toda esta aclaración que a nadie le interesa?
En que quizás la escena de hoy es el anticipo de un final que se prevé tan
cerca y tan lejos en este horizonte de colores.
—Papá,
¿me compraste huevito?— pregunta respecto a los regulares
huevitos kinder con los que, cual perro
de Pavlov, negocio su comportamiento.
—Si amor, pero primero tenemos que ver
cómo te vas a portar.
—Yo me porto bien.
—Tu mamá no dijo lo mismo recién
cuando te busqué.
—Miente.
—No creo; está mal mentir.
—A veces está bien.
Al
escuchar su comentario y casi sin darme cuenta, aminoré la velocidad del auto; como
si al aminorar la velocidad del desplazamiento en el espacio pudiera
desacelerar la velocidad del tiempo.
—¿Cómo que está bien?
—Porque cuando mentís hacés que los
otros hagan lo que vos querés.
Me
sorprende escuchar una verdad tan horrible en una niña que aún no cumplió los seis
años y repregunto.
—¿Cómo es eso?
—Estaba
con B…— B… es su
primo. —y no se
quería bañar y mami le dijo que yo me iba a bañar, entonces él se fue a bañar
pero era mentira porque yo no me bañé.
—No
deberán haberle mentido.
—Pero
hicimos que se bañara, entonces está bien.
No me animo a expresar más argumentos porque temo fortalecer los suyos
y no quisiera; esa racionalidad es un anticipo del pensamiento adulto expresado
aún sin los filtros sociales.
Continuamos el viaje y cuando estamos llegando, me dice:
—Papi,
te quiero.
—Cómo
sé yo que eso no es una mentira que me estás diciendo para que te dé el huevito.— le pregunto, medio en chiste, medio en serio… como para
saber qué es capaz de responderme.
Y ella con total impunidad, me responde:
—No
lo sabés.
Miro por el espejo retrovisor para averiguar si lo que llevo en la
sillita de atrás es mi hija o un enano disfrazado de ella. Veo su sonrisa traviesa
y me tranquilizo.
—Prefiero
creerte, amor. Te amo.
—Yo
también te creo.
Esa noche me costó dormir, me dejó pensando (como casi siempre) una
niña que aún no cumple seis años. Quizás el cariño consiste en eso, en un creerse mutuamente, sin tener ninguna seguridad... de nada.