“Su luna de miel fue un largo escalofrío.” H. Quiroga
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Cogían noche
y día, solos, acompañados, con juguetes y sin ellos, a toda hora. Lo quería
mucho y hubiera sido capaz de ofrecerle cualquier cosa que él deseara. Pero
algo en la mirada de Jordán la intimidaba, la hacía termerle y a la vez
desearlo.
Él, por su parte, la amaba, profundamente. Sin darlo a
conocer más allá de su deseo y su llenarla de saliva todo el cuerpo lengüeteando
hasta los lugares menos pensados.
Durante tres meses (se habían juntado en abril)
vivieron una dicha muy especial. Pero una tarde, luego de terminar de hacerlo,
luego de sentarse a la mesa (como siempre) en las desvencijadas sillas vienesas
(con la cuerima rota y la goma espuma desvencijada). Él apoyando sus pelotas y
ella con el orificio anal dilatado. Luego de esa tarde, todo cambió.
Ella sintió un cosquilleo, como un eco del amor que
habían hecho. Él no sintió nada.
Nunca más actuó igual, se resistió incluso a sus
impulsos. Él pensó que ella estaba agotada, que su eterno deseo insatisfecho la
había hartado. Y era lógico, no salían nunca de la casa… Jordán siempre tenía
ganas… ella, no.
Comenzó a pasar más tiempo recostada. Acusaba dolores
de vientre y de cabeza. Alicia (así se llamaba) tuvo una serie de
desvanecimientos que preocuparon a Jordan.
Inaudito en él, símbolo de su cariño, llamó al médico.
—¿Qué le pasa?
—No sé, está débil y sin ganas…
El médico la miró, auscultó y todo lo que hacen los
médicos en esos casos… pero conocía a Jordan y suponía el mal.
—Tenés que dejarla descansar… ya se pondrá bien. Si
mañana se despierta como hoy, llamame en seguida.
Al día siguiente Alicia seguía peor y se pudo
constatar una notoria anemia. Se levantaba sólo para vomitar y no había nada
que su estómago tolerara.
Jordán la custodiaba, celoso. Ya había ido de otras a
sacarse las ganas pero no servía, la quería a ella y la quería bien.
Una mañana Alicia se despertó gritando. Jordán a su
lado, solo abrió los ojos para verla desgarrándose la piel a arañazos.
—Sacámelas, sacámelas…— gritaba deseperada.
La pesadilla se repitió y los médicos determinaron
locura y aplicaron antidepresivos.
Ella pronto olvidó sus alucinaciones pero no mejoró
nunca.
Una mañana del 21 de diciembre murió sin que nadie
supiera por qué.
Cuando la maquillaban para que luciera su hermoso
traje de madera recién comprado, el encargado de la funeraria lo llamó. Dio vuelta
el cuerpo y le mostró el ano.
—Mire, parecen picaduras…
Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se
le erizaban.
—El cuerpo se mueve…— dijo el encargado y apretando las nalgas de la muerta
salieron millones de pequeñas arañas que se desparramaron por todo el lugar.
Desde aquella tarde en que Alicia y Jordán se habían
sentado en las desvencijadas sillas una de esas arañas de campo, pequeñas y
saltonas, había puesto sus huevos en el cuerpo de ella. Poco a poco se la
fueron comiendo por dentro… casi como el amor.
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