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Desplazó los ojos tal y como había aprendido de tanto verlo: de izquierda a derecha, lento; de derecha a izquierda rápido y como en escalones, de uno en uno hacia abajo... No pasó nada.
Casi con entusiasmo fingido y cierto frenesí, fue dando vuelta las hojas una a una... No pasó nada.
Miró los dibujitos, esos dibujitos pequeñitos y amontonados unos al lado de los otros concentrado, tratando de desencriptar el secreto milenario... No pasó nada.
Finalmente Willam cerró frustrado el libro.
Evidentemente la magia de los libros, que tan manifiesta quedaba en el rostro de sus padres, le estaba privada a sus tres años.
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