Me agacho a cerrar el portafolio de mis herramientas, sé lo que
van a encontrar aún sin saberlo, la escena se repite en distintos grados de
patetismo pero en el mismo grado de pobreza. Me agacho a cerrar el portafolio y
observo entre las piernas de Roque y Manuel. Me agacho y observo a Ana, en el
piso; Ana, muerta, notoriamente muerta; Ana, en silencio; Ana, calmada en la
muerte y calmada en el llanto de su criatura que lucha desesperadamente por
amamantarse y no puede. La criatura que llora todo su hambre y no puede porque
Ana, en un acto de amor, de crueldad o de ternura tiene la blusa abotonada
hasta el cuello.
La blusa abotonada, una cuchara sucia, una
taza que contuvo caldo, todo en el piso junto a la muerte de Ana en silencio
quebrado por el llanto de vida del niño que tiene hambre. Ana se supo enferma y
Ana no quiso dar de mamar su amarilla muerte; intentó quizá el caldo y el chico
no quiso y el niño no quiere y el niño tironea la blusa que lo separa, con
férreos botones de su teta, de su alimento y lo llevan al hambre, a la agonía
de sentir su deseo insatisfecho. Y es ese llanto el que se sabe vivo y es el silencio
de Ana el que se sabe muerto.
Me agacho a cerrar el portafolio y un
muchacho de la otra habitación, la de la izquierda, sostiene la puerta. Yo miro
entre las piernas. Roque habla de dos muertos, pero desde donde estoy solo
puedo ver a Ana en silencio y a su bebé que llora. Manuel se toma el pecho,
porque sabe que llegó tarde, porque sabe que no tuvo tiempo, porque sabe que la
fiebre (no importa si llega o no llega él) se llevará los pobres a un
amarillo tiempo, lejos de medicinas y de doctores... al silencio.
El bebé llora porque tiene hambre. El bebé
llora porque está vivo. El bebé llora porque estar vivo es tener hambre. El
bebé llora porque la vida duele.
Y yo cierro el portafolio y yo me voy;
porque no quiero sentirme vivo; porque sentirme vivo significa que me estoy
doliendo.
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