—Bien, ahora y, si no hay
ninguna duda, les vamos a pedir un favor. Nos ha llegado del Ministerio una
encuesta que necesitamos que ustedes llenen. Es para tratar de mejorar la
educación de sus hijos, así que agradecemos lo hagan con la seriedad que
corresponde.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhhSUyStSVOcnhaoolcm-ojvp4dcsPFjXyMgQyKehPkIuDPyfmDoV-gJP4OLToSrdY-rAKCcQZ3Qwr-ZKHv4oxdaoMqyx0i8qBug8xHIODPMvcZaSpszSEWfhCyJGt4n26xx1LX-_mfAo/s1600/bg01_21.jpg)
La
variedad de padres es un calco de la variedad de alumnos.
Pero
esta noche (de hace cinco años) me llama la atención una madre en particular que
mira detenidamente la misma página durante más de diez minutos sin alzar el
lápiz.
—Debe ser la madre de Raúl—
pienso debido a la coincidencia de ciertos rasgos faciales.
El
muchacho trabaja con rapidez, no le gusta la escuela así que cualquier
actividad la trata de hacer rápido para dedicarse a otra cosa (El interés de un
muchacho en la secundaria tiene mucho más que ver con las compañeras que con
los contenidos de estudio).
—Disculpe…— me acerco
con el deseo de ayudarla. Esta actitud mía se corresponde más con el deseo de
terminar la reunión e irme a casa que con un verdadero deseo de ayudar; sin
embargo, y a pesar de esto pregunto —¿necesita ayuda?
Asiente
con la cabeza. Me siento al lado y leo en voz alta.
—“¿Cuántos son los
integrantes del grupo familiar? 2, 3, 4 o más (anote el número en el casillero)”
—Seis— me responde
inmediatamente y yo me sorprendo.
Un
poco casi fastidiado le digo:
—Y bueno, es así de
fácil señora. Responda las que siguen y después me avisa— giro y me dirijo
hacia el banco.
Algo frena mi fuga desde mi brazo izquierdo. Miro y veo la mano de la señora que me atenazaba. Aproxima sus labios a mi oído y me dice.
—No sé leer…
Me
quedo quieto como si me hubieran dado una bofetada y yo no hubiese percibido la
mano sino hasta que impactó con mi cara. Me siento a su lado y leo todas las
preguntas en el tono más bajo en el que pudiera ser oído sólo por ella. Temo
avergonzarla.
Al finalizar,
ella me mira con agradecimiento. En un tono muy bajo, como para no
avergonzarme, me dice.
—No tenía por qué
preocuparse; no siento vergüenza de lo que no sé, siento orgullo de que Raúl ya
esté en la secundaria…
Todos
se fueron. Otro colega al que se le hizo tarde como a mí pasa a mi lado y me
dice.
—Vienen solamente por el
subsidio, varios en julio no los vemos más. Qué estupidez todo esto de la
inclusión ¿no?— el tono es imperativo y con sorna.
—No.— es lo único que
digo; yo sé que tendría que quedarme a explicar "Raúl, su madre..." pero no tengo tiempo, no tengo ganas y tengo el alma “estrujida” (como diría mi abuela).
Me
fui a casa y comí en silencio hasta que la voz de mi mujer me distrae.
—¿Qué hacés?¿Estás
llorando?
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