Ahora es un torso el que surge desde la cama, que ha tomado el cuidado
de apoyar fuertemente el brazo contra las sábanas a su lado izquierdo para no
descubrir el bulto durmiente de su lado.
Se ilumina con el celular, no quiere prender la luz para no molestar.
Llega al baño y ahí se atreve a encenderla.
Mira la pantalla del teléfono:
05:30
Lunes
01/05/2017
03° C
Se pone la ropa, capa sobre capa como una cebolla que sabe que olerá a
cebolla al final de la jornada; capa sobre capa desde el algodón al nylon.
Calza un gorro y guantes de lana. Se mira al espejo y sonríe. Piensa en la
versión negra del muñeco blanco de una gomería.
Toma unos mate y come un par de tostadas con manteca y mermelada que
para ahorrar tiempo le han dejado preparado en un platito en la heladera. Es
más práctico pero la tostada no cruje y el sabor dulce se pierde en los rastros
del pan humedecido por el frío.
Se monta en la desvencijada bicicleta que fuera de su padre y luego de
su hermano mayor y ahora de él para llegar al trabajo. No va con apuro, no le
interesa ir con apuro; pedalea llevando el peso de su cuerpo a cada medio ciclo
de sus piernas lo que le da al andar un balanceo de izquierda a derecha.
Se cuida de los autos, a esa hora los pibes borrachos que salen con el
auto de papá de los boliches son un peligro.
De pronto, esa bicicleta sola, perdida en la inmensidad de la
noche-mañana se convierte en un cardumen de bicicletas que recorren el mismo río
de asfalto hacia el mismo destino. Pero no se hablan, ni se saludan; lo harán
recién cuando lleguen al infinito bicicletero, el recorrido es el último
momento para estar con uno mismo.
Va convencido de que vale la pena… va convencido o convenciéndose… ese
día lo pagan doble… un doble que no es el doble sino la mitad más (por los
premios y otras cosas que no están). Tampoco hay mucha alternativa, todos van, él
no podía ser el único, no podía quedar mal ante los patrones. La fábrica nunca
se para; “es muy caro parar las maquinarias”, les dijo el encargado.
Dobla en la ruta en una maniobra, que si no fuera esa hora sería
absolutamente peligrosa. Atraviesa la puerta de rejas abierta de par en par.
Encastra la rueda en el bicicletero y la abandona. No le pone candado, no hace
falta, nadie la va a robar.
Cruza la puerta vidriada y se quita los abrigos para quedar uniformado
con esa camisa y pantalón color mierda (como el trabajo, como la vida).
Una tarjeta, la campana de un reloj. Y muere.
Resucitará 8 horas más tarde, 8 horas más cansado, 8 horas más
alienado.
En la vuelta, el exceso de ropa logra que su transpiración se funda en
un aroma entre máquina y humano… y cebolla.
El regreso es más animado. Las bicicletas hablan entre sí. Ríen de los
chistes y las bromas del día, critican a los patrones (el amarretismo, los
hijos inútiles), prometen encontrarse el día de la peña y así se van olvidando
de que han muerto.
Todos son conscientes de que ese es el único destino que la sociedad
les permite. Serán operarios toda la vida. Es un destino signado por la clase
de procedencia. Algunos de ellos hasta se sienten con suerte de haber
conseguido ese destino. El sueño americano les está vedado, no es para ellos,
es para los documentales y las telenovelas. Para los hijos de otros.
Llega a su casa cansado. Juega con sus hijos mientras su esposa le
calienta la comida del día. Se sienta y come mirando la televisión. Quizás más
tarde haga el amor con su mujer.
Piensa en lo que le van a descontar de la tarjeta ese mes. Hace cálculos
mentales para saber que no le va a alcanzar y los olvida. ¿Para qué pensar?
Luego, tal vez corte el césped o arregle algo en la casa. Vendrá
alguien y tomarán mates en la vereda. Hablarán de los compañeros, de los
parientes, del partido…
Yo lo veo, lo escribo y sé que esto no es literatura, no puede ser un
cuento, porque no hay transformación posible, porque al personaje no le pasará
otra cosa, porque seguirá siendo lo mismo por siempre hasta que la muerte lo
sorprenda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario