—¿Sí?¿Cuánto
sale?— el
turista habla fuerte, abriendo la boca más de lo normal y modulando a una
velocidad muy lenta; parece que tuviera dificultades en el habla pero en
realidad lo que pretende hacer es franquear las distancias del idioma en un
gesto idiota.
—50
Reales.
—No,
disculpá. No pensaba gastar tanto.
—Por
ser você,— el
vendedor señala al turista como si fuera una persona especial a la que él va a
tener especial consideración. —40
reales.
El potencial cliente se detiene y lo piensa; saca mentalmente el valor
en pesos al cambio que le permite la tarjeta de débito (hasta el puesto más
humilde de la playa tiene un postnet y el cambio, comprando así, le conviene).
Pero no necesita lo que le ofrecen, viene pensando en un vestido que vio para
llevarle a su hija y no en esto que le ofrecen.
—Mirá,
dejámelo pensar.— ahora
habla con normalidad, el vértigo de la negociación le hizo perder su
deficiencia discursiva. —Hay
otros que querían comprar. Quizás si compramos varios nos podés hacer precio.
Da media vuelta y comienza a retirarse. Una mano lo detiene desde el hombro
y le tiende el objeto hacia él.
—Lleve,
después paga cuando sus amigos.
—Ya
vuelvo. Dejámelo pensar.
La escena se desvanece. Un actor se retira y el otro queda en su sitio.
El sol castiga sobre sombrillas, cabezas
y espaldas enrojecidas. Todos parecen suspendidos en un «no tiempo» y un «no
lugar».
El veraneante luego de pelear con unas olas se esconde del mundo bajo
una sombrilla y enciende un cigarrillo. Media hora más tarde, cuando ya había
olvidado su intención de compra, recostado en una vieja reposera que poco a
poco se va hundiendo en la arena, escapando de pragmáticos pensamientos que
pretenden activar el modo «inicio
de año», con
la vista clavada en la inmensidad oceánica, reseteando un disco ya no tan
rígido y muy dañado; percibe una mirada sobre su brazo derecho. Rota la cabeza
y el vendedor a su lado le tiende el objeto antes ofrecido.
—Tome.
—Mirá,
me gusta. Pero no es mi talle. ¿Tenés un número más chico?
—Tengo
justo para você. Eu trago.
—¡Pará!
José, ¿vos no querías también uno?
—Sí,
a ver.
—Tome.
Mire es justo para você.
—No
tenés más blanco.
—Sí,
eu trago.
—Che,
si te compramos varios nos tenés que hacer mejor precio.
—Eu
trago. Si gusta, hago precio por ser você.
El turista sonríe, le resulta gracioso que mienta tan descaradamente. Continúan
su descanso mientras el vendedor se retira y vuelve con una variedad
significativa de productos talles y colores. Todos se prueban, se preguntan
mutuamente cómo les queda, parece que se quedan con tres.
—¿Tarjeta?— y hace el gesto de pasar una tarjeta por el postnet.
—Sí,
tarjeta.
—¿Qué
precio por los tres?
El
vendedor los mira, saca una calculadora y hace como si sumara algo que en
verdad no suma. Ya vino calculando cuál es su límite por producto para que la
venta valga la pena.
—Este es precio para você.— da vuelta
la calculadora y se la muestra. —90 los tres.
—¿Eso con tarjeta?
—Sí, tarjeta.
—Te pago en reales. Haceme 80 los
tres.— saca 100 reales del bolsillo y se los ofrece al vendedor. — ¿80 por los
tres entonces?
El
vendedor lo mira y no contesta. Se queda pensando un rato breve. Saca 20 reales
de su riñonera y se lo tiende al mismo tiempo que agarra el billete de 100.
—Bueno, muito obrigado.
—Muchas gracias. Suerte.
Toda la
escena, si no fuera absoluta y completamente cierta podría ser una metáfora del
capitalismo que no tengo ganas de explicar (porque no lo es). Por un lado el
comprador se queda satisfecho pensando que ha hecho negocio al lograr reducir
un precio de compra de 50 a 27. Por otro lado el vendedor se queda satisfecho
pensando que ha hecho negocio al ubicar tres productos en una venta aunque haya
perdido parte de lo sobrevaluado que tenía su producto y terminado en una
ganancia no tan turística como la que suele obtener.
Finalmente,
el Sistema está contento de que las formas del mercado no se tomen vacaciones.
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