Rodolfo
Walsh leía La Nación y encontraba en el diario, entrecruzando informaciones,
datos e indicios de operaciones que el Estado no quería que nadie se enterara.
Y este escritor las hallaba allí, en la misma voz del oficialismo.
La prensa
encargada de generar hegemonía era a la vez la que permitía, sin saberlo,
resquebrajar esa voz hegemónica del Estado.
Sin
dudas, saber leer no es saber comprender.
Me
permito releer a Gramsci y tal vez distorsionar sus ideas (o quizá no) cuando
digo que la hegemonía es la dirección de un discurso estructurador de sentido
que se impone por una maquinaria de poder superior a la de los Estados. No me
separo de este gran teórico italiano cuando digo que todo lo que hacemos (e
incluso pensamos) es política en el sentido de acción que interpreta el mundo
con un sentido y un orden.
Que hoy
escriba es un acto político. Que lo haga en este medio, también. Pero también
lo es que lo leas y que lo pienses (o no).
El tiempo
nos ha enseñado que la realidad es algo mucho más complejo de lo que pensábamos
cuando éramos niños; afrontar esa complejidad es el desafío del hombre libre.
Tratar de resquebrajar el discurso hegemónico con el que te guían hacia donde
quiere que vayas alguien sin rostro ni idioma.
¿Qué
implica la hegemonía (este orden, esta dirección)?
Ordena el
cómo interpretamos la realidad; qué pensamos cuando decimos varón o mujer;
cuando hacemos arte, cuando decimos que alguien está loco, que es un desubicado
o, simplemente, cuando relacionamos una causa con una consecuencia.
¿Y dónde
se percibe esto?
En el
discurso, en la forma en que referimos a lo Otro y a los otros; no solo en los
epítetos que adjudicamos como inherentes, sino también en los sustantivos que
elegimos para referir. Las palabras tienen una historia de significancias que
contaminan el objeto, lo minan de connotaciones, lo cargan de sentido, lo
ubican en una jerarquía.
Ranciere define la
democracia como «una interrupción singular de ese orden de distribución de los
cuerpos en comunidad (…). Es el nombre de lo que viene a interrumpir el buen
funcionamiento de ese orden a través de un dispositivo singular de
subjetivación»[i]
Lo leo, leo solo una
frase y comprendo que mi espíritu es democrático. Creo, entonces, que hay (siempre
hubo) solo dos sistemas políticos: uno que propone la aceptación del orden y la
sumisión de los sujetos a ese orden, no me importa si lo llaman monarquía o
liberalismo, y otra que propone la no aceptación natural de ese orden, guardar
en el individuo el permiso de decidir incluso la posibilidad de aceptar ese
orden.
Pero el problema no
radica en los sujetos sino en el tejido de discursos que las superestructuras
emplean para sostener el orden.
Este Orden del
discurso se sostenía antiguamente mediante las instituciones religiosas,
educativas (el peronismo también identificó esta capacidad en las instituciones
deportivas y sociales) y de salud: decir que el Otro era un salvaje, no era un
cristiano, era un ignorante o un insano, en definitiva «un Bárbaro» era signo
para desacreditar cualquier intervención de ese Otro por válida que esta fuera;
pero hoy por hoy el principal constructor de discursividad (si no el único ya
que el resto parece haberse convertido en meros reproductores) es la
institución mediática.
La alteridad está
fuera de los medios, la alteridad somos nosotros.
Entonces, cuando
instituciones que luchan contra determinadas desigualdades manifiestas
principalmente en el plano discursivo, luego de un avance progresivo y lento
sobre otras instituciones instaurando un nuevo discurso hegemónico (de la
violencia, la mujer, los homosexuales, las capacidades diferentes) no se
atreven a enfrentar programas televisivos de mucho rating que sostiene un
atraso de décadas; nos damos cuenta de dónde surge el discurso patrón.
La
escuela queda prácticamente sola luchando contra un discurso hegemónico y
tratando de no caer en otro discurso hegemónico; que siempre es el riesgo,
cuando se cree que enseñar a pensar es una batalla perdida se trata de direccionar
esa cabeza hacía una hegemonía más igualitaria y equitativa, más consciente del
Otro.
Y es ahí
cuando uno se da cuenta de que ha perdido.
Últimamente
uno de los mayores constructores de hegemonía en argentina salió con una
publicidad que rescata el simpático debate de Eco sobre Apocalípticos e
Integrados: «¿por
qué seguiste comprando dólares si te contamos que ya no se podía?» y toda una secuencia de preguntas retóricas
que confirman el hecho de que uno hace lo que quiere aun a pesar de lo que dice
el diario. Simpático también ver el tinte de los ejemplos seleccionados, por
ejemplo el de pensar que la mayor decepción de la humanidad es el atentado a la
torres gemelas y no la dictadura (y luego uno piensa que puede ser porque lo de
la dictadura ellos no te lo contaron).
Y termina
con una frase magistralmente falaz: «porque el diario no hace lo que quiere con
vos; vos hacés lo que querés con el
diario».
Plantear
esa respuesta como conclusión a todas las clausulas condicionales anteriores es
retroceder un siglo en el conocimiento adquirido sobre comunicación. Es una falacia
tan fácilmente refutable y tantas veces refutada que me asombra que este medio
subestime tanto a sus lectores-espectadores. Es desconocer toda la escuela de
Frankfurt o conceptos como los de agenda setting…
Entonces
pienso «¿Qué ha pasado en la era de la información?»
Es
posible, como plantean alguno teóricos como Baudrillard, que se ha sobresaturado
de información el canal y entonces el lector (para llamar al receptor de alguna
manera) frente a un caudal tan grande de textos (para referirnos a los mensajes
en general) sólo pueda desplazarse en la superficialidad de los mismos.
Entonces,
¿cómo algunos –muchos— somos capaces de entrar en la profundidad de ellos?
Nadie es
más consciente de todos los textos que no se puede llegar a leer que una
persona a la que le gusta leer.
Seguimos
pensando porque es un desafío, porque algunos entendimos que el superhombre
estaba allí en no delegarle a nadie la capacidad de crear mundo, en constituir
el cosmos. El Hombre es dios porque no acepta el orden (ni las órdenes), lo
construye; a sabiendas de lo arbitrario y efímero pero a la vez de lo necesario
de ese orden.
Por
ejemplo, cuando un espectador critica un programa que se emite en televisión
generalmente lo hace porque cree que en él no se respeta el orden de la realidad
que cree verdadero.
Toda
sociedad necesita un orden, lejos estamos de la ingenuidad de Rousseau; pero
ese Orden debe ser consensuado socialmente.
La
pregunta del millón: ¿Cómo lograr un consenso que no esté contaminado de esas
imposiciones discursivo-mediáticas?
Y ¿qué es
esto?, ¿para qué tanto texto que nadie leerá? Porque es Internet, porque es un
Blog, porque hay características de formato que garantizan que esto no será
leído si no en la superficialidad del texto, el título, los primeros párrafos.
¿Para
qué? entonces. ¿Para qué algo infecto de palabras teóricas molestas, de
intertextualidades intrincadas?
¿Qué
sentido tiene?
Es un
simple ejercicio. El ejercicio de pensar y pensarme… Y también un pedido de
auxilio, saber que hay alguien en otro lado, que comprende.
Quizás
no.
[i] Ranciere, J. (2010) El descuerdo. Política y filosofía.
Buenos Aires. Nueva Visión.