viernes, 17 de julio de 2015

Un texto para no leer

Rodolfo Walsh leía La Nación y encontraba en el diario, entrecruzando informaciones, datos e indicios de operaciones que el Estado no quería que nadie se enterara. Y este escritor las hallaba allí, en la misma voz del oficialismo.
La prensa encargada de generar hegemonía era a la vez la que permitía, sin saberlo, resquebrajar esa voz hegemónica del Estado.
Sin dudas, saber leer no es saber comprender.
Me permito releer a Gramsci y tal vez distorsionar sus ideas (o quizá no) cuando digo que la hegemonía es la dirección de un discurso estructurador de sentido que se impone por una maquinaria de poder superior a la de los Estados. No me separo de este gran teórico italiano cuando digo que todo lo que hacemos (e incluso pensamos) es política en el sentido de acción que interpreta el mundo con un sentido y un orden.
Que hoy escriba es un acto político. Que lo haga en este medio, también. Pero también lo es que lo leas y que lo pienses (o no).
El tiempo nos ha enseñado que la realidad es algo mucho más complejo de lo que pensábamos cuando éramos niños; afrontar esa complejidad es el desafío del hombre libre. Tratar de resquebrajar el discurso hegemónico con el que te guían hacia donde quiere que vayas alguien sin rostro ni idioma.
¿Qué implica la hegemonía (este orden, esta dirección)?
Ordena el cómo interpretamos la realidad; qué pensamos cuando decimos varón o mujer; cuando hacemos arte, cuando decimos que alguien está loco, que es un desubicado o, simplemente, cuando relacionamos una causa con una consecuencia.
¿Y dónde se percibe esto?
En el discurso, en la forma en que referimos a lo Otro y a los otros; no solo en los epítetos que adjudicamos como inherentes, sino también en los sustantivos que elegimos para referir. Las palabras tienen una historia de significancias que contaminan el objeto, lo minan de connotaciones, lo cargan de sentido, lo ubican en una jerarquía.
Ranciere define la democracia como «una interrupción singular de ese orden de distribución de los cuerpos en comunidad (…). Es el nombre de lo que viene a interrumpir el buen funcionamiento de ese orden a través de un dispositivo singular de subjetivación»[i]
Lo leo, leo solo una frase y comprendo que mi espíritu es democrático. Creo, entonces, que hay (siempre hubo) solo dos sistemas políticos: uno que propone la aceptación del orden y la sumisión de los sujetos a ese orden, no me importa si lo llaman monarquía o liberalismo, y otra que propone la no aceptación natural de ese orden, guardar en el individuo el permiso de decidir incluso la posibilidad de aceptar ese orden.
Pero el problema no radica en los sujetos sino en el tejido de discursos que las superestructuras emplean para sostener el orden.
Este Orden del discurso se sostenía antiguamente mediante las instituciones religiosas, educativas (el peronismo también identificó esta capacidad en las instituciones deportivas y sociales) y de salud: decir que el Otro era un salvaje, no era un cristiano, era un ignorante o un insano, en definitiva «un Bárbaro» era signo para desacreditar cualquier intervención de ese Otro por válida que esta fuera; pero hoy por hoy el principal constructor de discursividad (si no el único ya que el resto parece haberse convertido en meros reproductores) es la institución mediática.
La alteridad está fuera de los medios, la alteridad somos nosotros.
Entonces, cuando instituciones que luchan contra determinadas desigualdades manifiestas principalmente en el plano discursivo, luego de un avance progresivo y lento sobre otras instituciones instaurando un nuevo discurso hegemónico (de la violencia, la mujer, los homosexuales, las capacidades diferentes) no se atreven a enfrentar programas televisivos de mucho rating que sostiene un atraso de décadas; nos damos cuenta de dónde surge el discurso patrón.
La escuela queda prácticamente sola luchando contra un discurso hegemónico y tratando de no caer en otro discurso hegemónico; que siempre es el riesgo, cuando se cree que enseñar a pensar es una batalla perdida se trata de direccionar esa cabeza hacía una hegemonía más igualitaria y equitativa, más consciente del Otro.

Y es ahí cuando uno se da cuenta de que ha perdido.

Últimamente uno de los mayores constructores de hegemonía en argentina salió con una publicidad que rescata el simpático debate de Eco sobre Apocalípticos e Integrados: «¿por qué seguiste comprando dólares si te contamos que ya no se podía?» y toda una secuencia de preguntas retóricas que confirman el hecho de que uno hace lo que quiere aun a pesar de lo que dice el diario. Simpático también ver el tinte de los ejemplos seleccionados, por ejemplo el de pensar que la mayor decepción de la humanidad es el atentado a la torres gemelas y no la dictadura (y luego uno piensa que puede ser porque lo de la dictadura ellos no te lo contaron).
Y termina con una frase magistralmente falaz: «porque el diario no hace lo que quiere con vos; vos hacés lo que querés con  el diario».
Plantear esa respuesta como conclusión a todas las clausulas condicionales anteriores es retroceder un siglo en el conocimiento adquirido sobre comunicación. Es una falacia tan fácilmente refutable y tantas veces refutada que me asombra que este medio subestime tanto a sus lectores-espectadores. Es desconocer toda la escuela de Frankfurt o conceptos como los de agenda setting…
Entonces pienso «¿Qué ha pasado en la era de la información?»
Es posible, como plantean alguno teóricos como Baudrillard, que se ha sobresaturado de información el canal y entonces el lector (para llamar al receptor de alguna manera) frente a un caudal tan grande de textos (para referirnos a los mensajes en general) sólo pueda desplazarse en la superficialidad de los mismos.
Entonces, ¿cómo algunos –muchos— somos capaces de entrar en la profundidad de ellos?
Nadie es más consciente de todos los textos que no se puede llegar a leer que una persona a la que le gusta leer.
Seguimos pensando porque es un desafío, porque algunos entendimos que el superhombre estaba allí en no delegarle a nadie la capacidad de crear mundo, en constituir el cosmos. El Hombre es dios porque no acepta el orden (ni las órdenes), lo construye; a sabiendas de lo arbitrario y efímero pero a la vez de lo necesario de ese orden.
Por ejemplo, cuando un espectador critica un programa que se emite en televisión generalmente lo hace porque cree que en él no se respeta el orden de la realidad que cree verdadero.
Toda sociedad necesita un orden, lejos estamos de la ingenuidad de Rousseau; pero ese Orden debe ser consensuado socialmente.
La pregunta del millón: ¿Cómo lograr un consenso que no esté contaminado de esas imposiciones discursivo-mediáticas?
Y ¿qué es esto?, ¿para qué tanto texto que nadie leerá? Porque es Internet, porque es un Blog, porque hay características de formato que garantizan que esto no será leído si no en la superficialidad del texto, el título, los primeros párrafos.
¿Para qué? entonces. ¿Para qué algo infecto de palabras teóricas molestas, de intertextualidades intrincadas?
¿Qué sentido tiene?
Es un simple ejercicio. El ejercicio de pensar y pensarme… Y también un pedido de auxilio, saber que hay alguien en otro lado, que comprende.
Quizás no.




[i] Ranciere, J. (2010) El descuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires. Nueva Visión.

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