Mis héroes
literarios nunca han sido «los bien escritos» (Arlt, Quiroga, Gabo, Camus, Dostoievsky)… y
cuando digo «los bien escritos», entrecomillado, empleo el significado irónico
del uso de las comillas, porque todos ellos han sido geniales pero no se
negaron «ni al clarinete ni a las faltas de ortografía». Todos sabemos que en
la literatura, como en la música o la pintura o cualquier arte, el talento poco
tiene que ver con la corrección. Incluso algunas veces la «incorrección» es parte
del talento.
En la escuela se
enseña corrección porque la corrección sí tiene que ver con el mundo laboral y
las relaciones sociales de jerarquía pero en la escuela también se enseña
literatura y, la verdadera literatura, la que vale la pena enseñar, tiene que
ver con la capacidad de crear, de transformar, de faltarle el respeto a lo
académico, de meterle la mano por «debajo de su falda» a la Norma.
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Muy pocos
profesores de lengua y literatura tenemos problemas de personalidades múltiples
(«un cóctel, un conglomerado de personalidades») y podemos, algunas veces,
enfrentar esa dicotomía sin sufrir demasiado (los que sufren son los alumnos).
El resto de los
profesores opta por una u otra de las actitudes y trata de mantenerla,
defenderla, convertirla en trinchera.
Cuando yo era
joven los profesores de literatura, por lo general, eran considerados los «locos»
(dirán los malos), «progresistas o vanguardistas» dirán los buenos. Esos
Quijotes del lenguaje se enfrentaban rutinariamente a «el sabio Frestón»,
triste hechicero capaz de encontrar incorrecciones idiomáticas hasta donde
nadie las hubiera jamás encontrado que tras la consigna guerrera «limpia, fija
y da esplendor» hacíase llamar «La Real».
Toda idea que
uno como adolescente hubiera podido entender como reaccionario en los estudios
del lenguaje se escudaba tras La Real.
Pero «el tiempo
pasa y nos vamos poniendo viejos» y de pronto el enemigo muta, comienza a
perfilarse una Real progresista, más consciente del uso «real» del lenguaje y
los profesores (algunos incluso los mismos que yo antes he sabido considerar Quijotes)
con la cintura de un Lanata recargado giran su criterio y se convierten en los
policías de una Norma vieja y fea que ya no va a conseguir casarse con nadie.
Con
imprecaciones de dolor, golpéanse el pecho declamando el abandono de la norma
académica por parte de la gran madre protectora y se erigen como defensores de
lo indefendible. Qué les pasó colegas, yo los he escuchado quejarse cuando la
Norma requería que usáramos «concienciar» en lugar de «concientizar». Qué les
pasó, que tanto miedo tienen a esa libertad con la que nos tentaban cuando
alumnos. Que el mundo no se va a ir al carajo porque la norma sea más normal
que la vieja decrépita que antes se enseñaba, que no pasa nada, que no van a
perder su trabajo, que no deja de tener sentido enseñar lengua. Solo se vuelve
más plural y más complejo.
Abandonen el
gesto adusto y vuelvan a subir a Rocinante. Pongan en la grupa consigo una
Academia que ha decidido crecer.
¿Qué?¿Qué no se
puede hacer análisis gramaticales de las obras literarias?
Pues gracias a
Dios.
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