Entro a la clase. El curso me espera en ronda, ya lo
saben, es parte del ritual de la hora de lectura. Mis clases están llenas de
rituales. En las clases pasan siempre cosas imprevisibles y los rituales le dan
un marco de tranquilidad, de regularidad. Una seguridad que sirve tanto a ellos
como a mí.
–Hoy comenzamos el libro. ¿Cómo se llama el libro que vamos a leer?
“Boquitas pintadas”, responde un grupo que ya tiene el
libro. Algunos tienen el texto comprado, otros las fotocopias, parte del grupo
lo tiene en la net, algunos pocos castigan sus ojos leyendo en el celular, una
alumna tiene una tablet… no hay portador prohibido en la clase. Mi interés es
que puedan seguir el texto porque si bien leer en voz alta es un ejercicio
común en las horas de lectura, estoy convencido de que lo que ha sido escrito
para ser leído debe ser leído (carece de las ayudas que la oralidad nos
brinda).
–¿De qué puede tratar un libro que se llame así?¿Cómo podemos predecir
lo que vamos a leer?
Los alumnos focalizan bien los paratextos: la reseña de
la contratapa, algunos tienen solapa, los que lo tienen en formato digital
recorren los títulos y ven el formato de los textos. Varios perciben que la
escritura no es la habitual.
–Hay cartas y noticias– dice uno.
–Tiene errores de ortografía–, dice otra.
Yo me siento orgulloso de que los reconozcan tan
fácilmente. Algunos (muchos) de mis alumnos provienen de familias con poco o
ningún hábito de lectura (en muchas casas no hay ni un solo libro… ni una
revista) y estrategias que los lectores consideramos normales ellos debieron
aprenderlas trabajosamente. Creo que uno como docente debe preguntarse
constantemente qué puede y qué debe enseñar con cada grupo de alumnos si quiere
que su práctica sea significativa.
Hacen varias hipotetizaciones; comento algo breve sobre
el concepto de polifonía haciendo un paralelismo con el canto; ejemplifico,
creo, no recuerdo, con Los Nocheros u otro grupo, de cómo los intérpretes
cantan en distinto tono, distintas partes pero que suena como una sola canción,
como un todo.
Les aclaro que vamos a necesitar ponerle atención a
esta novela, porque no hay un narrador sino un montón de textos y voces y que
es responsabilidad nuestra armar la historia.
–Como los chismes–, dice Raúl.
–Sí, exactamente Raúl; como los chismes.
Leemos algunos fragmentos en voz alta. Otras partes la
leen en voz baja solos o de a pares. Discutimos sobre algunos elementos comunes
entre General Villegas y la pequeña ciudad en la que vivimos, las diferencias
de clases marcadas en los dos clubes, los prejuicios machistas, las
habladurías. Creo que la literatura habla de otros pero nos interpela a
nosotros. No es gratuito que haya elegido ese libro para ese curso en esa
ciudad.
Pero la hora termina. Sólo dura 40 minutos y el timbre
nos interrumpe mientras discutíamos sobre lo que se le permite a la mujer y lo
que se le permite al hombre en comunidades como estas.
Muchos salen mientras estoy guardando las cosas en el
portafolio. Raúl se acerca y me dice:
–Me gustan las horas de lectura, porque no hacemos nada.
A Raúl no le gusta la escuela ni trabajar en clase
pero en las horas de lectura es el que más participa. Estoy a punto de decirle
eso, que son las horas en que más cosas hace y posiblemente más cosas aprende;
pero prefiero callarme esa ventaja, temo que si se da cuenta deje de hacerlo.
Muchas veces es más fácil enseñar cuando el que
aprende no se da cuenta de que está aprendiendo.
Yo sonrío, lo miro y le digo con tono de falso
fastidio: «Raúl, vos siempre el mismo vago». Se ríe y se va al recreo.
Creo que también se dio cuenta. Creo que los dos nos
estamos cubriendo, sosteniendo la mentira de que no aprendemos para seguir
aprendiendo.