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Apoyo los pies descalzos en el frío piso y no puedo evitar sentir un
estremecimiento que recorre desde los pies hasta la cabeza… aunque no sé si
estos temblores son por las heladas baldosas o por lo que he decidido hacer.
Abro la puerta con una delicadeza que nunca he tenido y camino de
puntillas hasta la escalera. Cuando paso junto a la pieza de mis padres el
andar se me torna más sigiloso, más mudo.
Bajo las escaleras eligiendo, escalón por escalón los que sé, de ante
mano, que no chirrian. Llego abajo y sé que estoy a cinco pasos de saberlo.
Escucho ruidos. Escucho a alguien que va y viene por la sala principal
iluminado apenas por rojas luces decorativas. Veo su sombra, igualmente roja.
Tengo miedo. No me atrevo a despertar a mis padres, temo también por
ellos. Me acerco al quicio de la puerta, ya no puedo volver atrás; en este
instante, lo que he decidido esa noche es irreversible y sólo tengo como
alternativa desentramar la historia, desanudar mi aventura.
Estoy ahí, en la entrada y miro hacia adentro, un hombre acomoda cajas
y bultos por la sala de espaldas a mí. Lo miro. Creo que percibe mi mirada
sobre sus espaldas porque se detiene y comienza a darse vuelta.
Lo que mis ojos ven es quizás lo más paradigmático de mi breve
existencia. Allí, junto al árbol de la sala, con un paquete envuelto en sus
manos, mi padre.
Él me mira y yo lo miro, una lágrima de 8 años de mentiras se desliza
sobre mi infantil mejilla.
–¿Entonces
no existe?– pregunto.
–No.– me
responde el mentiroso.
Y yo subo a mi cuarto a llorar el engaño. Y mi padre, estafador de
infancias, se queda allí, rodeado de regalos navideños, posiblemente sonriendo.
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