Había sido un extraño día, un particular domingo, de esos que lo tienen
todo. Despertar como siempre con el agudo chillido de Darwin reclamando por
comida, una charla de horas con gente que te llena la vida, preparamos con Matu
una comida juntos, partimos un rato hacia un mundo de colores y de ternura,
volvimos y limpiamos la casa mientras oíamos Fander (Matu y yo, ella siempre
colabora), recibí algunos mensajes de alguien que hace casi tres años todavía
cree que me debe algunos insultos y amenazas, otros mensajes de alguien que
conozco hace varias vidas equilibraban mi partida emocional, cuando de pronto
un sonido me llama la atención.
Todos sabemos que la ausencia de un sonido puede ser el sonido más
estridente del mundo. Trato de localizar mentalmente esa ausencia. «No hay
chillido», pienso y doy vuelta mi cuerpo para mirar su jaula.
Darwin, que no es un cobayo ni una mascota sino un compañero de días,
está callado como nunca y recostado sobre uno de sus lados como nunca. En un
intento natural de revivirlo no voy hacia él, voy a la heladera y abro la
puerta esperando su habitual reacción (con una duende amiga lo habíamos
rebautizado Pavlov, porque cada vez que se abría la heladera comenzaban sus
chillidos sin importar si tuviera o no comida en su jaula)… el silencio, el
maldito silencio prosigue y sentencia.
Con parsimonia y lentitud saco unas hojas de lechuga del cajón del
fondo y cierro. Me dirijo a la jaula y abro la puerta esperando que se abalance
sobre ella… la quietud, la ausencia de sonido, unos espasmos manifiestos en sus
piernas me preocupan.
Le acerco la lechuga a su cara. No reacciona. Matu como intuyendo y
casi sin mirar abandona sus dibujitos y me dice mientras viene:
—¿Qué
le pasa a Darwin?
Confieso:
—No
tengo idea, Matu.
Ambos nos sentamos en el piso en torno a su jaula. Traigo dos hojas
blancas y las apoyo sobre el piso. Darwin respira suave y lento y hay un leve
pulso en su contraer y estirar sus piernas en tiempos regulares.
Lo saco de la jaula y lo apoyo sobre la hoja blanca, blanquísima. Él
debería salir corriendo y recorrer como siempre toda la casa, pero no lo hace,
se queda en su ausencia de sonidos y desplazamientos.
Retiro el aserrín y demás suciedades que pudiera tener y comienzo a
observar si tiene algún golpe, si su estómago gruñe, si respira con dificultad.
Matu mira todo y cada tanto apoya su mano entera (no acaricia, sólo la apoya)
sobre el animal mientras dice:
—Pobre
Darwin.
Traigo agua y se la acerco a la boca. Comienzo a pensar lo que comió,
lo que hizo cuando paseó. No entiendo, sólo tiene tres meses. Reviso su jaula y
sólo encuentro una anomalía, un escarabajo verde y largo que debió de haber
venido con el aserrín de la carpintería.
Mato el insecto por las dudas.
—Se
va a morir.— dice
Matu y yo no me doy cuenta si lo afirma como sabiendo o lo pregunta.
—Creo
que sí.— le
digo o le contesto.
El final es inevitable y evidente, creo. Alguien me envía un mensaje y
respondo: «Esperame
un rato, nos estamos despidiendo. Después te hablo.» y dejo el teléfono a un lado.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Matu y yo llevamos nuestras
cuatro palmas de las manos sobre esa agonía y las mantenemos suspendidas sobre
él casi sin tocarlo. Estamos tristes. No puedo contener una que otra lágrima.
No pasaron dos minutos cuando siento que mi hija aleja sus manos de las
mías y las apoya completas sobre Darwin.
—Se
fue.— me
dice y tiene razón, ya no está ahí.
Envolvemos lo que quedó de él en las dos hojas de papel, suavemente, en
silencio, con lentitud. Yo lo dejo en el piso pero Matu me corrige.
—Lo
ponemos acá.— y lo
sube sobre el techo de la jaula bajo la ventana abierta.
—¿En
qué animal se convertirá?—
le pregunto recordando una vieja conversación que he tenido con ella.
—No
papi, él no vuelve más.—
me dice categórica pero sonriente.
—Voy
a hacerle un dibujo para que se lleve.— me dice y va a buscar un balde con crayones,
lapiceras y fibras.
Vuelve y dibuja alegremente sobre el cuerpo muerto y sobre el papel
blanco, blanquísimo, con la dificultad que implica no tener una superficie
lisa, una nena anaranjada y amarilla y un animalito lila.
—¿De
qué color pintaste a Darwin?—,
pregunto
—Lila,
Darwin es lila, no lo puedo pintar de otro color.—, mientras ella dice eso yo recuerdo algunas cosas alguna
vez aprendidas y otra vez olvidadas y esta vez recordadas.
Matu deja su dibujo y comienza a cantar y hacer otros dibujos.
Yo pensaba que la iba a tener que consolar pero en realidad ella me da
consuelo.
Detiene todo, se da vuelta, me mira curiosa y pregunta:
—¿Les
puedo contar a mis amigas que Darwin se murió?
—Sí,
por supuesto.—
respondo y me quedo intrigado.
—¿Por
qué preguntaste, Matu?
—Quería
saber si podía hablar de eso.
—Claro.
—¡Pobre
Darwin!— dice y
continúa dibujando y cantando.
Claro que puede hablar de eso, no es tabú para ella la muerte, no es
tabú aún y espero que no lo sea nunca. Es sólo eso, una muerte.
Fue una extraña y sana despedida. ¡Pobre Darwin!