Un ritual pagano que practico es el de hacer asado los domingos. Es
realmente un tiempo mítico el que se genera y muchas veces, para no decir la
mayoría, no tiene que ver con el alimento puesto sobre las brasas.
El ritual es un tiempo pasado, instituido alguna vez por un grupo social,
que se repite y hace presente en cada celebración y adquiere carácter universal
proyectándose hacia el futuro de la grey. Pero no es acá momento de citar teorías
ni a Mircea Eliades, es sólo una crónica más de Matulandia.
Nunca supe si el origen del asado de los domingos los había instaurado
en mi familia mi padre o sus actos repetían los que él había visto hacer al
suyo; mi familia tiene muchos rituales alimenticios o que tienen que ver con la
bebida, muchos de los cuales no somos realmente consciente.
Yo he practicado, desde hace bastante, el ritual de asado de domingo.
Este rito algunas veces se transfigura y cobra valores de trascendencia sin
darse/me cuenta. Lo que voy a contar pasó hace rato, pero lo seguimos
repitiendo desde entonces.
—¿Vamos
a hacer el asado Matu?—
le pregunto a mi única compañía de ese domingo.
—Sí,
yo te ayudo.— ella
siempre se ofrece a ser esa ayuda molesta. Pero en este caso lo agradezco porque
es como compartir el momento con mi hija y a la vez volver a vivir el momento
compartido con mi padre.
—Dale
Matu. Vamos a prender el fuego.
Tiro el carbón en la parrilla y coloco el papel de la bolsa debajo de la
misma. La enciendo y nos vamos abandonando el proceso al absoluto descuido,
convencidos de que el dios del fuego hará su cometido.
Adentro de la casa, adoramos los fragmentos de animal y de verduras que
serán ofrecidas en sacrificio. Matu condimenta la comida mientras yo le cuento,
andá a saber qué historia robada de qué lado sobre los dioses y el fuego (hoy
me gustaría recordarla aunque debe tener algún sentido que la haya olvidado).
Imagino, por lo que pasaría después, que debimos haber estado hablando de “El
castillo vagabundo” pero no estoy tan seguro para reafirmarlo.
Cuando volvemos al foco de fuego, nos damos cuenta de que apenas son
unas míseras brasitas.
“El carbón debió de haber estado húmedo”, pienso para mí.
—El
fuego no está contento.—
me dice Matu. Y en sorpresiva carrera desaparece de la escena. Yo estoy por ir
a buscar papel cuando ella llega con dos dibujos que hizo esta/esa tarde.
—Tomá,
regaláselos. Para que se ponga contento.— me entrega los dibujos en la mano.
Yo los miro, miro el fuego, los abollo con la imagen hacia afuera y
pongo uno en el mismo lugar que antes hubiéramos puesto la bolsa.
—Si
le gusta tu dibujo.—
le digo, no sé por qué —se
lo va a comer en llamaradas.— y
no lo enciendo, simplemente lo dejo ahí y nos quedamos, Matu y yo, mirando expectantes
la aprobación o rechazo de su obra.
El papel se va ennegreciendo, se torna naranja y estalla en llamaradas.
Matu sonríe y dice:
—Le
gustó. Poné el otro.—
Lo hago y nuevamente brotan los fuegos como si salieran de adentro del
dibujo.
El fuego se enciende y convierte el carbón en brasa a una velocidad
inusitada.
Ambos miramos maravillados un momento que es simultáneamente mágico y cotidiano.
Hablamos, porque en esos momentos el silencio es muy pesado.
—Papá,
eso que cae abajo. ¿Son las semillas del fuego?
—Sí,
las que usamos para cocinar.
—Los
pájaros del fuego, ¿no sirven para nada?
—¿Qué
pájaros, mi amor?
—Esos
chiquitos, que se escapan volando...
—Para
verlos volar, para eso sirven.
Y los dos nos quedamos un rato mirando los pájaros de fuego escapar de
nuestros actos... y estoy al lado de ella como en algún momento estuve al lado
de mi padre y mañana ella estará al lado de otro alguien y los pasados,
presentes y futuros se funden en un abrazo cósmico.
Desde ese día, cada vez que hacemos un asado, Matu le regala al fuego
dos de sus dibujos como ofrenda. Y les puedo asegurar, aunque algunos no me
crean, que no es lo mismo cómo arde ese fuego cuando estoy solo o cuando hago
ese ritual del asado estando ella.
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