miércoles, 16 de enero de 2019

Esa tarde de verano



Son las 19:30 de un 14 de enero de 2019 cualquiera. Salgo al patio. Micropatio y me siento en un banco. Banco que nostalgia a un antiguo dueño y a unas viejas fotos familiares.
Salgo a esta hora porque la luz solar es suave sobre mi piel y cierto lobo crónico suele perseguirme en verano más que en el invierno. Salgo a esta hora también porque no sé por qué miles de pájaros revolotean como jugando en un espectáculo que dura una hora cuando mucho. Salgo con un vaso de cerveza y un par de cigarrillos (encendidos en forma sucesiva, no simultánea… por ahora). Salgo y me siento en el banco, apoyo los pies en una mesa ratona y me quedo ahí, haciendo nada, por casi una hora, mirando el cielo. Para ser más preciso, mirando los pájaros en ese cielo. Juego a que los identifico. Pero en realidad me miento a mí mismo, porque conozco poco de pájaros. Disfruto verlos volar. Ponerme a pensar en los modos que tiene cada uno de ellos. No todos los pájaros vuelan iguales aunque sean de la misma especie. Hay unos que baten alas con locura y frenesí y cuando se detienen a planear es un milisegundo y en círculos. Otros levantan vuelo hacia el cielo, alto, bien alto; para de pronto cerrar las alas y venirse en picada y cerca de los techos o mi cabeza, las despliegan y hacen un planeo rasante a una velocidad increíble. Los que vuelan más en altura tienden a quedarse planeando largo rato, como descansando de algo hecho, agitan tan sólo un poco las alas cuando sienten que pierden altura y luego siguen planeando. Están también los que pasean todo el cielo haciendo círculos sobre la misma ala siempre. Y los que se divierten siguiendo a otros.
Yo los miro. Pero este día cualquiera pasa algo extraño; extrañamente familiar. Entre el vuelo de todos ellos y como emulándolos, aparece y desaparece una libélula. Trato de pensar en dónde hay agua cerca, quién tendrá una pileta. Pero no, al poco tiempo me doy cuenta que esta maldita libélula los está imitando.
Quizás se ha confundido. Tal vez se cree pájaro. Vaya uno a saber. Pero ahí está, sin importarle nada, siguiendo el ritmo y vuelo de sus pares con plumas. Todo lo hace a una altura menor que sus amigos pero replica cada movimiento casi a la perfección.
“Esa libélula está confundida, se cree pájaro”, charlo con alguien que al oírme sonríe.
A las 20:20 ya todo está en calma y el cielo parece deshabitarse. Yo junto mis cosas y voy entrando a mi casa. Me doy vuelta para cerrar la puerta y la veo en vuelo veloz pasar por sobre mi cabeza en su obstinación de ser ave.
Entro a casa y me pongo a pensar en cuanto nos parecemos a las libélulas.