martes, 19 de diciembre de 2017

Crónicas de Matulandia: Los colores.

A modo de introducción.
Matu siempre ha dibujado o pintado. En principio pintaba con colores muy duros y uniformes, rayado como pintan la mayoría de los niños hasta que descubrió los acrílicos y las témperas, entonces los colores eran uniformes.
Sin embargo y a pesar de eso, siempre ha intentado la mezcla de colores sobre el papel o la madera. La he visto lograr en un mismo dibujo tres tipos de negro distintos dando por descontado que el acrílico no es tan amable para la mezcla como otras pinturas.
Cierto día fuimos a visitar una Duende sonriente y le prestó para pintar sus tizas pastel. Matu quedó fascinada con la herramienta; primero los usó como si fueran crayones y luego ante la sugerencia de la Duende, pasó los dedos sobre los colores consiguiendo una uniformidad que no lograba su psicomotricidad. Pero, oh sorpresa, al usar el dedo sucio de un color sobre el otro color aparecía un tercer color.
Matu, en silencio, como suele estar cuando conoce a terceros, miraba maravillada lo que brotaba de sus dedos.
El día se fue al estómago de Cronos como suelen irse los días, sin embargo la impresión había quedado fijada en ella.
Desde ese día comenzó a reclamarme que le comprara esas tizas. Yo por ocupado, u olvidado, o mal padre, reiteradas veces olvidé esa compra.
Un día vino la Duende a nuestra casa, con un obsequio: 12 tizas pastel y un block de hojas de dibujo. Desde entonces Matu no sólo habló libremente con esta niña grande sino que se dedicó exclusivamente a jugar con sus nuevas tizas pastel durante horas, reclamándome constantemente que la acompañara en sus juegos… lo que me recordó una de mis grandes frustraciones, mi incapacidad para el dibujo y el color. Es muy triste saber lo que uno disfruta viendo algo que le gustaría pero se siente incapaz de hacer.



Matu siempre tuvo lápices, fibras o lo que fuera en una cantidad de 12 o inferior, nunca esa 24 o la maravillosa variedad de 48 grafitos distintos que permiten identificar una mayor variedad de matices y colores.
A modo de cuerpo.
Cada vez que la busco de su madre, volvemos los 12 km de ruta mirando el cielo, cantando canciones, conversando, viendo figuras en las nubes, reconociendo juegos de luz y sombra provocados por el atardecer.
Mirá Matu, cómo el sol se filtra entre las nubes y hace rayos como si estuvieran dibujados.
¿Qué es filtar?
Como que algo lo atrapa al sol, pero no puede atraparlo todo y deja que algo se le escape. Mientras respondo, pienso que estoy hablando de los vínculos humanos aunque sé que hablo sólo de una imagen.
Las nubes lo atrapan.
Sí, las nubes.
Mientras manejo miro el horizonte y veo un recuerdo, una pregunta que ella me hacía regularmente hace uno o dos años y se la devuelvo para ver qué responde.
¿Por qué está rojo allá?
¿Dónde?
Debajo de las nubes.
Ella mira y responde con una seguridad que me asusta.
No es rojo, es naranja y tiene un poco de amarillo y un poquito de blanco.
La miro maravillado, me sé incapaz de percibir eso a menos que me lo digan y me recuerda mucho a algunos diálogos con ciertas personas más sensibles que yo al color. Finalmente con temor, el miedo de quien teme verse superado por una niña de cinco años, le pregunto a quemarropa y sin darle tiempo.
¿Y el negro de las nubes?
No es negro papá, es gris y tiene algo azul.
Me doy vuelta sin pensar que estoy manejando (ya he dicho que soy un mal padre) y la miro intrigado. Ella me mira y me vulnera con facilidad.
Te quiero Papi.
Yo te amo, amor.
Vuelvo a mirar la ruta sonriendo y seguimos el viaje; como siempre, me ha dejado «chupando un palo sentado sobre una calabaza». El mundo y la gente son como los colores (pienso), hay quienes sólo ven la masa uniforme como un color y hay quienes pueden ver los matices, las sutilezas, lo complejo de un color o de una persona y todo lo que se combina para formarlo.
A modo de conclusión.
Llegamos a casa y nos bajamos del auto.
Papá, ¿vamos a pintar con las tizas? Pintá conmigo.
Bueno, amor. digo.

«Así seguís enseñándome un poco más del mundo», pienso, pero no le digo para que no salga tan pupocéntrica como yo.









lunes, 4 de diciembre de 2017

Una condena


Sólo puedo pensarme en la ausencia de otro
que te descuida el tiempo suficiente
para robarte algunas horas de tu suerte.
Y me apiado de ti pues yo no tengo
que fingir en otro cuerpo
un abrazo que te tengo destinado
desde antes incluso de conocerte.

El desvelo o el insomnio son un precio
que gustoso pago a la curva abismal de tus caderas
a la profundidad de tus labios recortados
al calor transpirado de tus manos.

No hay propiedades ni posesiones si se siente
y nada que pueda ser robado
si no se tiene previamente.

Mi condena es saber que algunos días
el destino me separa de mis ganas
de tus ganas de fundirte en un nosotros.

No es caro
porque sé que tu piel
no tiene fronteras entre mis dedos,
y tu boca abierta se desboca
en cada temblor
en cada cielo
en cada línea que dibujo en tu espalda
en cada vez que te penetro con mi alma
en cada vibración que te queda como un eco.

Tu condena es más difícil,
es despertar a su lado

y pensarme.








Insomnio pintado por los dioses













Estoy despierto…
la noche cerrada y oscura se alza
sobre la calva frente del insomnio
y el mate a duras penas si me saca
de este sueño que no deja que me duerma

Todos saben que no se puede beber de las orillas de Neptuno
Y sin embargo…
hay alguien que grita sobre un puente desconsolado de un anaranjado cielo.


Estoy despierto…
el silencio me abraza y se quiebra
en la profunda respiración de una niña
que me salva en su dormir de este vacío
de este pensar circular que no me cierra

Todos saben que de la trampa de Poto nadie escapa
Pero…
todos los ciegos tropiezan al borde del abismo engrisado de su suerte.


Estoy despierto…
hay un juego azaroso en los rituales
que desdobla los tiempos y los curva
hasta momentos en los que uno ya no sabe
si fue ayer o hace años lo vivido.

Todos saben que no se juega a los naipes con las Moiras
No obstante…
un gigante colosal mastica mi cabeza en un paisaje escondido tras el negro.


Estoy despierto…
pienso en los brazos que hoy abrasan
el pequeño duende del destino
y se cuece al calor de otros sabores
y me siento sobre esta calabaza

Todos saben que no se puede robar a Prometeo lo que no es propio
Empero…
una bandada de cuervos se levanta desde un amarillo trigo suicidado.


Estoy despierto…
con mis pies descalzos en la tierra
caminaré a tu mañana que despierta
y aunque toques ese cuerpo ahora a tu lado
será en mí en quien pienses que te pienso

Todos saben que no hay dueños ni propiedades para Eros
A pesar de eso…
acodada en la mesa la muchacha mira pinceladas gris-marrón frente a su vaso.


Estoy despierto…
en océanos pintados color verde
en la tranquilidad de saberse consecuente
en la fascinación de vivirse plenamente
y atraparte incluso ya sin verte.

Todos saben que Tánatos acompaña cada paso
Y sin embargo…

un joven con sus flores se curva en un interminable beso coloreado.


martes, 28 de noviembre de 2017

Cursilería de lunes trasnochado

Cuando la primera vez que te acostás con alguien podés seguir la conversación (ese es un detalle importante, que hayas podido tener una) mientras el otro está haciendo sus necesidades en el baño… y mirarse a los ojos y seguir hablando.
Es como Bécquer llevado a la realidad.



lunes, 27 de noviembre de 2017

Crónicas de Matulandia: Una extraña despedida

Había sido un extraño día, un particular domingo, de esos que lo tienen todo. Despertar como siempre con el agudo chillido de Darwin reclamando por comida, una charla de horas con gente que te llena la vida, preparamos con Matu una comida juntos, partimos un rato hacia un mundo de colores y de ternura, volvimos y limpiamos la casa mientras oíamos Fander (Matu y yo, ella siempre colabora), recibí algunos mensajes de alguien que hace casi tres años todavía cree que me debe algunos insultos y amenazas, otros mensajes de alguien que conozco hace varias vidas equilibraban mi partida emocional, cuando de pronto un sonido me llama la atención.
Todos sabemos que la ausencia de un sonido puede ser el sonido más estridente del mundo. Trato de localizar mentalmente esa ausencia. «No hay chillido», pienso y doy vuelta mi cuerpo para mirar su jaula.

Darwin, que no es un cobayo ni una mascota sino un compañero de días, está callado como nunca y recostado sobre uno de sus lados como nunca. En un intento natural de revivirlo no voy hacia él, voy a la heladera y abro la puerta esperando su habitual reacción (con una duende amiga lo habíamos rebautizado Pavlov, porque cada vez que se abría la heladera comenzaban sus chillidos sin importar si tuviera o no comida en su jaula)… el silencio, el maldito silencio prosigue y sentencia.
Con parsimonia y lentitud saco unas hojas de lechuga del cajón del fondo y cierro. Me dirijo a la jaula y abro la puerta esperando que se abalance sobre ella… la quietud, la ausencia de sonido, unos espasmos manifiestos en sus piernas me preocupan.
Le acerco la lechuga a su cara. No reacciona. Matu como intuyendo y casi sin mirar abandona sus dibujitos y me dice mientras viene:
¿Qué le pasa a Darwin?
Confieso:
No tengo idea, Matu.
Ambos nos sentamos en el piso en torno a su jaula. Traigo dos hojas blancas y las apoyo sobre el piso. Darwin respira suave y lento y hay un leve pulso en su contraer y estirar sus piernas en tiempos regulares.
Lo saco de la jaula y lo apoyo sobre la hoja blanca, blanquísima. Él debería salir corriendo y recorrer como siempre toda la casa, pero no lo hace, se queda en su ausencia de sonidos y desplazamientos.
Retiro el aserrín y demás suciedades que pudiera tener y comienzo a observar si tiene algún golpe, si su estómago gruñe, si respira con dificultad. Matu mira todo y cada tanto apoya su mano entera (no acaricia, sólo la apoya) sobre el animal mientras dice:
Pobre Darwin.
Traigo agua y se la acerco a la boca. Comienzo a pensar lo que comió, lo que hizo cuando paseó. No entiendo, sólo tiene tres meses. Reviso su jaula y sólo encuentro una anomalía, un escarabajo verde y largo que debió de haber venido con el aserrín de la carpintería.
Mato el insecto por las dudas.
Se va a morir. dice Matu y yo no me doy cuenta si lo afirma como sabiendo o lo pregunta.
Creo que sí. le digo o le contesto.
El final es inevitable y evidente, creo. Alguien me envía un mensaje y respondo: «Esperame un rato, nos estamos despidiendo. Después te hablo.» y dejo el teléfono a un lado.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, Matu y yo llevamos nuestras cuatro palmas de las manos sobre esa agonía y las mantenemos suspendidas sobre él casi sin tocarlo. Estamos tristes. No puedo contener una que otra lágrima.
No pasaron dos minutos cuando siento que mi hija aleja sus manos de las mías y las apoya completas sobre Darwin.
Se fue. me dice y tiene razón, ya no está ahí.
Envolvemos lo que quedó de él en las dos hojas de papel, suavemente, en silencio, con lentitud. Yo lo dejo en el piso pero Matu me corrige.
Lo ponemos acá. y lo sube sobre el techo de la jaula bajo la ventana abierta.
¿En qué animal se convertirá? le pregunto recordando una vieja conversación que he tenido con ella.
No papi, él no vuelve más. me dice categórica pero sonriente.
Voy a hacerle un dibujo para que se lleve. me dice y va a buscar un balde con crayones, lapiceras y fibras.
Vuelve y dibuja alegremente sobre el cuerpo muerto y sobre el papel blanco, blanquísimo, con la dificultad que implica no tener una superficie lisa, una nena anaranjada y amarilla y un animalito lila.
—¿De qué color pintaste a Darwin?, pregunto
Lila, Darwin es lila, no lo puedo pintar de otro color., mientras ella dice eso yo recuerdo algunas cosas alguna vez aprendidas y otra vez olvidadas y esta vez recordadas.
Matu deja su dibujo y comienza a cantar y hacer otros dibujos.

Yo pensaba que la iba a tener que consolar pero en realidad ella me da consuelo.
Detiene todo, se da vuelta, me mira curiosa y pregunta:
¿Les puedo contar a mis amigas que Darwin se murió?
Sí, por supuesto. respondo y me quedo intrigado.
¿Por qué preguntaste, Matu?
Quería saber si podía hablar de eso.
Claro.
—¡Pobre Darwin! dice y continúa dibujando y cantando.
Claro que puede hablar de eso, no es tabú para ella la muerte, no es tabú aún y espero que no lo sea nunca. Es sólo eso, una muerte.

Fue una extraña y sana despedida. ¡Pobre Darwin!



jueves, 23 de noviembre de 2017

Sueño de jueves

Añejo ritual de miércoles
tan joven y tan viejo
encuentro de dos cuerpos
en un limbo del tiempo
pequeña duende nocturna
dilatadora de sueños
sonrisa blanca infinita
a corazón siempre abierto
mezclando melómanos pupos
cambiando el eje los centros
tranquilidad absoluta
salida de sutiles infiernos.

Reímos
los dos
una pausa
un beso
un adiós.

Y comenzar los jueves
sin haber dormido un poco
y saberte siempre ahí
en un espacio muy loco
entre el afuera el adentro
como ese código de oso
que te emboscó sin permiso
y te quedaste en despojos
ya con los brazos caídos
con una luz en los ojos
y yo me quedo despierto
y piel a piel me deshojo.

Una mirada
se cruza
unas palabras
se callan
complicidad

La intensidad nos elije
y anaranjado el durazno
y esa duende que brilla
y sobre el piso cual cuadro
un desorden insolente
parte a parte armamos
un todo que no es la suma
una figura sin marco
y el fondo que se entromete
y nos importa un carajo
el día nos amanece
despertando a tu lado.

El brillo
la gente
el día
la suerte
Nosotros.

Y un miércoles

Y un jueves

Y dos cuerpos dormidos

Y un mundo que gira

Y el cotidiano se quiebra

Y un cruzar de miradas

Y un ciclo que retorna
siempre al mismo sitio…

Un ritual
Un encuentro




lunes, 20 de noviembre de 2017

Memoria kinestésica

El cuerpo tiene memoria,
memorias de actos de placer
memorias de actos de dolor
de ahí la  vaca y el llanto
de ahí la paja en el ojo ajeno
y el orgasmo en el propio.
Mi cuerpo es un nostálgico
que algunas veces se la pasa recordando
tonterías de antaño
y no de tantos años
una mirada, un gesto, un contacto,
un olvido, un silencio;
la invasión sinestésica del mundo
una pausa en el hoy…


A los recuerdos hay que saludarlos
con los mismos protocolos de los vivos
para que sigan su curso

y evitar que se queden a vivir con nosotros.





domingo, 19 de noviembre de 2017

El duende y el durazno

Cuerpo de tierra celeste
que brotas aguas cual manantial
y dos fuegos como manos sanadoras
niña de los cinco elementos
aire que me habita en cada encuentro
rituales de oso melero
que te quiebran desde adentro
puertas que se abren
al cielo o al infierno
piezas de un ajedrez
que se pierden en un beso
abro una puerta y entras
en tu pausa gris cielo
geométrica figura
caminando no caminos
«¿sabes que has perdido?»
te pregunto
«»
me respondes y me callas en tus labios
te tiras duende al piso
y comes suavemente el durazno
que en este valle te pertenece

tu cuerpo zarpa a las orillas de otros tiempos
saludo al sol y revivo los vértices difusos de tu piel
y recuerdo cada una de los confabulados climas
barro tal vez que se moja con la lluvia
pies descalzos sobre el verde húmedo
y una estantería llena de libros que tratas de acomodar
y ya no puedes
«maldito anarquista» piensas mientras sonríes
al cobijo añejo de unos viejos

escribo en silencio
recuperando sueños
ofrendados a tu cuerpo
tierra celeste que brotas aguas cual manantial
manos de fuego que queman desde dentro
tu aire que me habita
niña de los cinco elementos
duende de este valle

dueña del tiempo.




lunes, 13 de noviembre de 2017

Crónicas de Matulandia: Un ritual

Un ritual pagano que practico es el de hacer asado los domingos. Es realmente un tiempo mítico el que se genera y muchas veces, para no decir la mayoría, no tiene que ver con el alimento puesto sobre las brasas.
El ritual es un tiempo pasado, instituido alguna vez por un grupo social, que se repite y hace presente en cada celebración y adquiere carácter universal proyectándose hacia el futuro de la grey. Pero no es acá momento de citar teorías ni a Mircea Eliades, es sólo una crónica más de Matulandia.

Nunca supe si el origen del asado de los domingos los había instaurado en mi familia mi padre o sus actos repetían los que él había visto hacer al suyo; mi familia tiene muchos rituales alimenticios o que tienen que ver con la bebida, muchos de los cuales no somos realmente consciente.
Yo he practicado, desde hace bastante, el ritual de asado de domingo. Este rito algunas veces se transfigura y cobra valores de trascendencia sin darse/me cuenta. Lo que voy a contar pasó hace rato, pero lo seguimos repitiendo desde entonces.
¿Vamos a hacer el asado Matu? le pregunto a mi única compañía de ese domingo.
Sí, yo te ayudo. ella siempre se ofrece a ser esa ayuda molesta. Pero en este caso lo agradezco porque es como compartir el momento con mi hija y a la vez volver a vivir el momento compartido con mi padre.
Dale Matu. Vamos a prender el fuego.
Tiro el carbón en la parrilla y coloco el papel de la bolsa debajo de la misma. La enciendo y nos vamos abandonando el proceso al absoluto descuido, convencidos de que el dios del fuego hará su cometido.
Adentro de la casa, adoramos los fragmentos de animal y de verduras que serán ofrecidas en sacrificio. Matu condimenta la comida mientras yo le cuento, andá a saber qué historia robada de qué lado sobre los dioses y el fuego (hoy me gustaría recordarla aunque debe tener algún sentido que la haya olvidado). Imagino, por lo que pasaría después, que debimos haber estado hablando de “El castillo vagabundo” pero no estoy tan seguro para reafirmarlo.
Cuando volvemos al foco de fuego, nos damos cuenta de que apenas son unas míseras brasitas.
“El carbón debió de haber estado húmedo”, pienso para mí.
El fuego no está contento. me dice Matu. Y en sorpresiva carrera desaparece de la escena. Yo estoy por ir a buscar papel cuando ella llega con dos dibujos que hizo esta/esa tarde.
Tomá, regaláselos. Para que se ponga contento. me entrega los dibujos en la mano.
Yo los miro, miro el fuego, los abollo con la imagen hacia afuera y pongo uno en el mismo lugar que antes hubiéramos puesto la bolsa.
Si le gusta tu dibujo. le digo, no sé por qué se lo va a comer en llamaradas.y no lo enciendo, simplemente lo dejo ahí y nos quedamos, Matu y yo, mirando expectantes la aprobación o rechazo de su obra.
El papel se va ennegreciendo, se torna naranja y estalla en llamaradas. Matu sonríe y dice:
Le gustó. Poné el otro.
Lo hago y nuevamente brotan los fuegos como si salieran de adentro del dibujo.
El fuego se enciende y convierte el carbón en brasa a una velocidad inusitada.
Ambos miramos maravillados un momento que es simultáneamente mágico y cotidiano. Hablamos, porque en esos momentos el silencio es muy pesado.

Papá, eso que cae abajo. ¿Son las semillas del fuego?
Sí, las que usamos para cocinar.
Los pájaros del fuego, ¿no sirven para nada?
¿Qué pájaros, mi amor?
Esos chiquitos, que se escapan volando...
Para verlos volar, para eso sirven.
Y los dos nos quedamos un rato mirando los pájaros de fuego escapar de nuestros actos... y estoy al lado de ella como en algún momento estuve al lado de mi padre y mañana ella estará al lado de otro alguien y los pasados, presentes y futuros se funden en un abrazo cósmico.

Desde ese día, cada vez que hacemos un asado, Matu le regala al fuego dos de sus dibujos como ofrenda. Y les puedo asegurar, aunque algunos no me crean, que no es lo mismo cómo arde ese fuego cuando estoy solo o cuando hago ese ritual del asado estando ella.