lunes, 27 de julio de 2015

La gramática y sus profesores

Mis héroes literarios nunca han sido «los bien escritos»  (Arlt, Quiroga, Gabo, Camus, Dostoievsky)… y cuando digo «los bien escritos», entrecomillado, empleo el significado irónico del uso de las comillas, porque todos ellos han sido geniales pero no se negaron «ni al clarinete ni a las faltas de ortografía». Todos sabemos que en la literatura, como en la música o la pintura o cualquier arte, el talento poco tiene que ver con la corrección. Incluso algunas veces la «incorrección» es parte del talento.
En la escuela se enseña corrección porque la corrección sí tiene que ver con el mundo laboral y las relaciones sociales de jerarquía pero en la escuela también se enseña literatura y, la verdadera literatura, la que vale la pena enseñar, tiene que ver con la capacidad de crear, de transformar, de faltarle el respeto a lo académico, de meterle la mano por «debajo de su falda» a la Norma.
Entonces, ser profesor de lengua y literatura es, casi diría, una contradicción en sí misma: «te enseño a ser libre y a sujetarte al lenguaje…» Casi un imposible.
Muy pocos profesores de lengua y literatura tenemos problemas de personalidades múltiples («un cóctel, un conglomerado de personalidades») y podemos, algunas veces, enfrentar esa dicotomía sin sufrir demasiado (los que sufren son los alumnos).
El resto de los profesores opta por una u otra de las actitudes y trata de mantenerla, defenderla, convertirla en trinchera.
Cuando yo era joven los profesores de literatura, por lo general, eran considerados los «locos» (dirán los malos), «progresistas o vanguardistas» dirán los buenos. Esos Quijotes del lenguaje se enfrentaban rutinariamente a «el sabio Frestón», triste hechicero capaz de encontrar incorrecciones idiomáticas hasta donde nadie las hubiera jamás encontrado que tras la consigna guerrera «limpia, fija y da esplendor» hacíase llamar «La Real».
Toda idea que uno como adolescente hubiera podido entender como reaccionario en los estudios del lenguaje se escudaba tras La Real.
Pero «el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos» y de pronto el enemigo muta, comienza a perfilarse una Real progresista, más consciente del uso «real» del lenguaje y los profesores (algunos incluso los mismos que yo antes he sabido considerar Quijotes) con la cintura de un Lanata recargado giran su criterio y se convierten en los policías de una Norma vieja y fea que ya no va a conseguir casarse con nadie.
Con imprecaciones de dolor, golpéanse el pecho declamando el abandono de la norma académica por parte de la gran madre protectora y se erigen como defensores de lo indefendible. Qué les pasó colegas, yo los he escuchado quejarse cuando la Norma requería que usáramos «concienciar» en lugar de «concientizar». Qué les pasó, que tanto miedo tienen a esa libertad con la que nos tentaban cuando alumnos. Que el mundo no se va a ir al carajo porque la norma sea más normal que la vieja decrépita que antes se enseñaba, que no pasa nada, que no van a perder su trabajo, que no deja de tener sentido enseñar lengua. Solo se vuelve más plural y más complejo.
Abandonen el gesto adusto y vuelvan a subir a Rocinante. Pongan en la grupa consigo una Academia que ha decidido crecer.
¿Qué?¿Qué no se puede hacer análisis gramaticales de las obras literarias?

Pues gracias a Dios.

sábado, 25 de julio de 2015

Pequeño diálogo machista.

Llego cuando ya están charlando. Mi oreja entra en la conversación comenzada y me llama la atención los enunciados, la seguridad, el valor axiológico de cada uno de ellos.
–Mi primer marido ni lavaba, ni me ayudó nunca en casa, ni mucho menos con los chicos.
–Los varones son todos iguales.
Me atrevo a participar, tímidamente en la conversación.
–No me parece, yo por lo menos no actúo así.
–Sí, eso decís vos.– el tono fue agresivo e igualmente categórico que los anteriores.
Me callo para no discutir lo que no tengo ganas de discutir. Me callo y las sigo oyendo porque estoy ahí.
–Y el Pedro, no te tiraba onda.
–Mira si voy a salir con ese, es una nena, el otro día lo vi barriendo la vereda.

Y entonces me fui.

viernes, 24 de julio de 2015

Miradas


Cuando se lo regalaron, una navidad, me di cuenta en seguida... pero no me preocupé... o sí…  traté de no darme importancia.
–Es sólo un muñeco– me dije y me escuché.
Sin embargo, cada vez que me daba vuelta, ahí estaba, mirándome. Yo sabía que subestimándome, despreciándome internamente. Lo sabía porque lo veía en su mirada.
Cuando lo observaba, él, imperturbable, no se movía, no hacía el mínimo gesto. Se quedaba quieto, mirando la nada. Pero bastaba que sólo desviara mi mirada un segundo para encontrarme sus ojos al volver clavados en mi rostro.
La coexistencia se me hacía insoportable. Por si fuera poco, era su favorito.
Inútilmente traté de que quedara olvidado al final, en el fondo del baúl de juguetes; él resurgía por obra y gracia de mi hija… o quizás no, quizás lo hacía por propia voluntad… ya no importa. Él resurgía de la parva de juguetes hacia el infinito espacio de la mirada que nos unía y nos odiaba.
Una tarde corregía.
–Yo también…– escuché una voz que decía desde el fondo de su cuarto.
Me acerqué, no voy a negar que con miedo. Y los vi. 
Él miraba a otro de los suyos y este me miraba a mí… con desprecio.
No pude más.
Lo envolví cuidadosamente en papel, lo metí adentro de una bolsa negra y lo llevé hasta el canasto de la basura de una casa a dos cuadras de la mía.
Ella lo lloró mucho. No voy a negar que me partía el alma ver su tristeza. Pensé incluso que todo había sido fantasía de mi mente enferma.
Una semana le duró la amargura y finalmente todo comenzó a normalizarse; jugó con otros juguetes, invitó amigas a casa, salió a hacer compras con mi mujer.
–¡Querido! vení a ayudarnos con los bolsos… vos no tenés idea de lo que se encontró tu hija en la vereda…

miércoles, 22 de julio de 2015

Un comunicador de masas

    El comunicador de masas que acaba de abrojar sus últimas zapatillas de última moda comenta:
«y él mismo lo dice, que no lo hacía por necesidad... qué caso no, por el consumismo, todo por querer las zapatillas de última moda»
    Habla de un criminal de una villa en donde los criminales son más criminales. Y piensa en su derecho a tenerlas y piensa en lo idiota del otro que piensa que tiene el mismo derecho que él.

viernes, 17 de julio de 2015

Un texto para no leer

Rodolfo Walsh leía La Nación y encontraba en el diario, entrecruzando informaciones, datos e indicios de operaciones que el Estado no quería que nadie se enterara. Y este escritor las hallaba allí, en la misma voz del oficialismo.
La prensa encargada de generar hegemonía era a la vez la que permitía, sin saberlo, resquebrajar esa voz hegemónica del Estado.
Sin dudas, saber leer no es saber comprender.
Me permito releer a Gramsci y tal vez distorsionar sus ideas (o quizá no) cuando digo que la hegemonía es la dirección de un discurso estructurador de sentido que se impone por una maquinaria de poder superior a la de los Estados. No me separo de este gran teórico italiano cuando digo que todo lo que hacemos (e incluso pensamos) es política en el sentido de acción que interpreta el mundo con un sentido y un orden.
Que hoy escriba es un acto político. Que lo haga en este medio, también. Pero también lo es que lo leas y que lo pienses (o no).
El tiempo nos ha enseñado que la realidad es algo mucho más complejo de lo que pensábamos cuando éramos niños; afrontar esa complejidad es el desafío del hombre libre. Tratar de resquebrajar el discurso hegemónico con el que te guían hacia donde quiere que vayas alguien sin rostro ni idioma.
¿Qué implica la hegemonía (este orden, esta dirección)?
Ordena el cómo interpretamos la realidad; qué pensamos cuando decimos varón o mujer; cuando hacemos arte, cuando decimos que alguien está loco, que es un desubicado o, simplemente, cuando relacionamos una causa con una consecuencia.
¿Y dónde se percibe esto?
En el discurso, en la forma en que referimos a lo Otro y a los otros; no solo en los epítetos que adjudicamos como inherentes, sino también en los sustantivos que elegimos para referir. Las palabras tienen una historia de significancias que contaminan el objeto, lo minan de connotaciones, lo cargan de sentido, lo ubican en una jerarquía.
Ranciere define la democracia como «una interrupción singular de ese orden de distribución de los cuerpos en comunidad (…). Es el nombre de lo que viene a interrumpir el buen funcionamiento de ese orden a través de un dispositivo singular de subjetivación»[i]
Lo leo, leo solo una frase y comprendo que mi espíritu es democrático. Creo, entonces, que hay (siempre hubo) solo dos sistemas políticos: uno que propone la aceptación del orden y la sumisión de los sujetos a ese orden, no me importa si lo llaman monarquía o liberalismo, y otra que propone la no aceptación natural de ese orden, guardar en el individuo el permiso de decidir incluso la posibilidad de aceptar ese orden.
Pero el problema no radica en los sujetos sino en el tejido de discursos que las superestructuras emplean para sostener el orden.
Este Orden del discurso se sostenía antiguamente mediante las instituciones religiosas, educativas (el peronismo también identificó esta capacidad en las instituciones deportivas y sociales) y de salud: decir que el Otro era un salvaje, no era un cristiano, era un ignorante o un insano, en definitiva «un Bárbaro» era signo para desacreditar cualquier intervención de ese Otro por válida que esta fuera; pero hoy por hoy el principal constructor de discursividad (si no el único ya que el resto parece haberse convertido en meros reproductores) es la institución mediática.
La alteridad está fuera de los medios, la alteridad somos nosotros.
Entonces, cuando instituciones que luchan contra determinadas desigualdades manifiestas principalmente en el plano discursivo, luego de un avance progresivo y lento sobre otras instituciones instaurando un nuevo discurso hegemónico (de la violencia, la mujer, los homosexuales, las capacidades diferentes) no se atreven a enfrentar programas televisivos de mucho rating que sostiene un atraso de décadas; nos damos cuenta de dónde surge el discurso patrón.
La escuela queda prácticamente sola luchando contra un discurso hegemónico y tratando de no caer en otro discurso hegemónico; que siempre es el riesgo, cuando se cree que enseñar a pensar es una batalla perdida se trata de direccionar esa cabeza hacía una hegemonía más igualitaria y equitativa, más consciente del Otro.

Y es ahí cuando uno se da cuenta de que ha perdido.

Últimamente uno de los mayores constructores de hegemonía en argentina salió con una publicidad que rescata el simpático debate de Eco sobre Apocalípticos e Integrados: «¿por qué seguiste comprando dólares si te contamos que ya no se podía?» y toda una secuencia de preguntas retóricas que confirman el hecho de que uno hace lo que quiere aun a pesar de lo que dice el diario. Simpático también ver el tinte de los ejemplos seleccionados, por ejemplo el de pensar que la mayor decepción de la humanidad es el atentado a la torres gemelas y no la dictadura (y luego uno piensa que puede ser porque lo de la dictadura ellos no te lo contaron).
Y termina con una frase magistralmente falaz: «porque el diario no hace lo que quiere con vos; vos hacés lo que querés con  el diario».
Plantear esa respuesta como conclusión a todas las clausulas condicionales anteriores es retroceder un siglo en el conocimiento adquirido sobre comunicación. Es una falacia tan fácilmente refutable y tantas veces refutada que me asombra que este medio subestime tanto a sus lectores-espectadores. Es desconocer toda la escuela de Frankfurt o conceptos como los de agenda setting…
Entonces pienso «¿Qué ha pasado en la era de la información?»
Es posible, como plantean alguno teóricos como Baudrillard, que se ha sobresaturado de información el canal y entonces el lector (para llamar al receptor de alguna manera) frente a un caudal tan grande de textos (para referirnos a los mensajes en general) sólo pueda desplazarse en la superficialidad de los mismos.
Entonces, ¿cómo algunos –muchos— somos capaces de entrar en la profundidad de ellos?
Nadie es más consciente de todos los textos que no se puede llegar a leer que una persona a la que le gusta leer.
Seguimos pensando porque es un desafío, porque algunos entendimos que el superhombre estaba allí en no delegarle a nadie la capacidad de crear mundo, en constituir el cosmos. El Hombre es dios porque no acepta el orden (ni las órdenes), lo construye; a sabiendas de lo arbitrario y efímero pero a la vez de lo necesario de ese orden.
Por ejemplo, cuando un espectador critica un programa que se emite en televisión generalmente lo hace porque cree que en él no se respeta el orden de la realidad que cree verdadero.
Toda sociedad necesita un orden, lejos estamos de la ingenuidad de Rousseau; pero ese Orden debe ser consensuado socialmente.
La pregunta del millón: ¿Cómo lograr un consenso que no esté contaminado de esas imposiciones discursivo-mediáticas?
Y ¿qué es esto?, ¿para qué tanto texto que nadie leerá? Porque es Internet, porque es un Blog, porque hay características de formato que garantizan que esto no será leído si no en la superficialidad del texto, el título, los primeros párrafos.
¿Para qué? entonces. ¿Para qué algo infecto de palabras teóricas molestas, de intertextualidades intrincadas?
¿Qué sentido tiene?
Es un simple ejercicio. El ejercicio de pensar y pensarme… Y también un pedido de auxilio, saber que hay alguien en otro lado, que comprende.
Quizás no.




[i] Ranciere, J. (2010) El descuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires. Nueva Visión.