martes, 17 de febrero de 2015

Diálogos escolares

—Bien, ahora y, si no hay ninguna duda, les vamos a pedir un favor. Nos ha llegado del Ministerio una encuesta que necesitamos que ustedes llenen. Es para tratar de mejorar la educación de sus hijos, así que agradecemos lo hagan con la seriedad que corresponde.
Paso entre los padre y reparto las hojas. Me siento a esperar. Están, siempre, aquellos padres que responden rápido. Están, siempre, aquellos padres que se quejan de la redacción de las preguntas. Están, siempre, aquellos que dudan de lo que hay que poner en cada ítem. Están, siempre, aquellos que se quejan de la inutilidad de lo que están haciendo. Están, siempre, los que les parece maravilloso todo; la encuesta y cada una de las preguntas.
La variedad de padres es un calco de la variedad de alumnos.
Pero esta noche (de hace cinco años) me llama la atención una madre en particular que mira detenidamente la misma página durante más de diez minutos sin alzar el lápiz.
—Debe ser la madre de Raúl— pienso debido a la coincidencia de ciertos rasgos faciales.
El muchacho trabaja con rapidez, no le gusta la escuela así que cualquier actividad la trata de hacer rápido para dedicarse a otra cosa (El interés de un muchacho en la secundaria tiene mucho más que ver con las compañeras que con los contenidos de estudio).
—Disculpe…— me acerco con el deseo de ayudarla. Esta actitud mía se corresponde más con el deseo de terminar la reunión e irme a casa que con un verdadero deseo de ayudar; sin embargo, y a pesar de esto pregunto —¿necesita ayuda?
Asiente con la cabeza. Me siento al lado y leo en voz alta.
—“¿Cuántos son los integrantes del grupo familiar? 2, 3, 4 o más (anote el número en el casillero)”
—Seis— me responde inmediatamente y yo me sorprendo.
Un poco casi fastidiado le digo:
—Y bueno, es así de fácil señora. Responda las que siguen y después me avisa— giro y me dirijo hacia el banco.
Algo frena mi fuga desde mi brazo izquierdo. Miro y veo la mano de la señora que me atenazaba. Aproxima sus labios a mi oído y me dice.
—No sé leer…
Me quedo quieto como si me hubieran dado una bofetada y yo no hubiese percibido la mano sino hasta que impactó con mi cara. Me siento a su lado y leo todas las preguntas en el tono más bajo en el que pudiera ser oído sólo por ella. Temo avergonzarla.
Al finalizar, ella me mira con agradecimiento. En un tono muy bajo, como para no avergonzarme, me dice.
—No tenía por qué preocuparse; no siento vergüenza de lo que no sé, siento orgullo de que Raúl ya esté en la secundaria…

 *    *    *

Todos se fueron. Otro colega al que se le hizo tarde como a mí pasa a mi lado y me dice.
—Vienen solamente por el subsidio, varios en julio no los vemos más. Qué estupidez todo esto de la inclusión ¿no?— el tono es imperativo y con sorna.
—No.— es lo único que digo; yo sé que tendría que quedarme a explicar "Raúl, su madre..." pero no tengo tiempo, no tengo ganas y tengo el alma “estrujida” (como diría mi abuela).

 *   *   *

Me fui a casa y comí en silencio hasta que la voz de mi mujer me distrae.

—¿Qué hacés?¿Estás llorando?



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