Jugábamos
a las cartas. Era pequeño y todos jugábamos a las cartas. Cada persona en el
grupo familiar tenía su juego determinado y uno, en su condición de niño,
seguía al maestro de cada disciplina cartística.
Mi
hermana me enseñó el roba montón. Mi abuela, la escoba. Mi padre, el chinchón.
Mi hermano, el truco. Mi madre, la canasta. Algún amigo, el jodete. No era un
juego justo, la mayoría de los enseñantes permitían que sus enseñandos ganaran
los primeros juegos como estrategia insentivadora.
Así
uno iba de sujeto en sujeto aprendiendo juegos que por lo general requerían una
cantidad par de participantes.
Una
navidad me regalaron “El Estanciero”. Luego mi hermana trajo, primero prestado
y luego lo compró, El TEG. Ahora todos nos sentábamos en torno a la mesa. Ya no
había alguien que enseñaba y otro que aprendía, todos habíamos aprendido a
jugarlo al mismo tiempo. El juego podía desarrollarse de manera divertida
aunque muchas veces se podía llegar a la violencia verbal y alguna que otra
voladura de tablero.
Un
día descubrí a un amigo jugando con un “Simón”, juego solitario si los hay...
cuatro colores, cuatro sonidos y la condena a repetirlos eternamente. Creo que
sin darme cuenta comencé a comprender, ese día, el mito del eterno retorno. Una
obra maestra de la alienación repetitiva.
El
primer flipper que vi estaba en un bar. Aún lo mecánico mandaba. La bola, las
palancas, eran objetos concretos que se veían modificados por la intervención
física. Movías el juego y la bola cambiaba su dirección.
En la
casa de unos primos de “buen pasar” (diría mi tío) conocí lo que sería la
primera consola: una serie de rayitas y puntitos blancos sobre fondo negro con
una cantidad limitada de movimientos y un sonido metálico. Lo digital dominaba
por sobre lo mecánico.Las velocidades del juego era la única variante admitida
y se pasaba de una velocidad “durmiendo la siesta” a “corro fórmula uno” en diez
a quince golpes a ese puntito blanco que se desplazaba en líneas rectas por el
plano.
Poco
a poco los centros de las ciudades se fueron poblando de locales con juegos de
video. Horas enteras pasábamos; el objetivo era durar el mayor tiempo con la
menor cantidad de fichas gastadas. Había logrado pasar una hora entera con una
sola ficha en el Wanderboy y no se podía más porque llegaba al final. La
primera vez que la policía me detuvo lo hizo porque siendo menores de edad
estábamos en una sala de video juegos después de las 22...
Era
adolescente cuando comencé un curso de computación. Aprendíamos Basic en unas
TI 90 y cobol en Radio Shack. Nuestro único objetivo era diseñar juegos. Luego
de las 200 líneas como máximo de comandos que aceptaba la Texas Instrumets (12 K
de memoria) debíamos grabarla en un casete de audio y lo único que habíamos
logrado era un conejito que cruzaba el río saltando de tronco en tronco.
Por
fin llegó el Family, un juego que todos podíamos tener, con mayor o menor
esfuerzo. Para abaratar costos nos prestábamos los módulos de juego. Con los
videojuegos uno debía salir afuera, pero el family presentaba una diferencia,
uno podía permanecer encerrado. Ya no se dependía de los otros ni del afuera.
En esta
nueva lógica de juego se fueron perfeccionando las consolas. Desde la Commodore
64, que era una mini computadora (para nosotros genial porque tenía una definición de colores increíble para quienes habíamos nacido en el blanco y negro y porque venía con Joystick -que era una palanca y un botón, y nada más que eso-) hasta la Play Station
solo había que mover los dedos.
Desde
la PS2 surge el concepto de interacción pero en el mundo virtual, no salís a
jugar con amigos sino que entrás a encontrarte con compañeros de juego.
Comienzan los juegos en red.
Luego
la Wii incluirá movimientos más allá y más acá de los dedos.
Hoy
hay consolas que reproducen el entorno virtual del juego. Volvemos al juego
compartido pero los compañeros no están necesariamente cerca de nosotros.
Entonces,
ahora, no me siento a enseñarle a mi hija cómo jugar; me siento con ella y
entre los dos tratamos de divertirnos, no sin cierta nostalgia, no sin cierta
tristeza.
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