martes, 6 de enero de 2015

El Chiquero

"A pesar de que la mía es historia, no la empezaré con el arca de Noé..." ECHEVERRÍA[1]
Era Semana Santa del 201… época en la que los feriados extendían algunos fines de semana más de lo normal y el de Semana Santa era particularmente largo debido a que la administración pública, los colegios y los bancos abandonaban su actividad el jueves y no la retomaban sino hasta el lunes. Algún que otro empleado acomodaba una licencia médica que le permitiría comenzarlo el miércoles o continuarlo hasta el lunes inclusive. Esta extensión no debía ser una práctica tan extraña ya que la mayoría de las excursiones a las cataratas (viaje típico de esta época) terminaban el lunes.
– Son así estos vagos, no tienen ganas de laburar, si la tuvieran no harían estos largos fines de semana… en Argentina nadie trabaja, después se quejan. Así andamos. – decía una empleada bancaria a su marido mientras armaba una valija para salir de minivacaciones.
Pero prefiero callar más ejemplos como este y continuar con el relato.
Sucedió, pues, en aquel tiempo previo a Semana Santa, una lluvia muy copiosa. Algunos caminos habían quedado anegados y los potreros de fútbol en las villas eran un auténtico lodazal. Verdaderos ríos de turistas surcaban el país de orillas a orillas mientras los villeros, los subsidiados por este despótico gobierno jugaban un picadito de fútbol en sus canchitas infaltables en cada uno de sus asentamientos. Porque aunque podían ver, de modo gratuito, todo el fútbol para todos; la fecha se había suspendido para que la pequeña burguesía, única clase social que pagaba entrada al partido, pudiera vacacionar sin culpa y claro, la villa toda se había instalado en el potrero para jugar al fútbol (jugar al fútbol parece ser la única posibilidad de ascenso económico para los varones) y juegaban un partido interminable y encarnizado donde desplegaban todo su resentimiento y odio.
La pelota en el medio, 12 de un lado y 15 del otro. Nadie se quejó de la diferencia numérica porque con el primer equipo jugaba “El Yoni”, joven promesa de River Plate que aún estaba en las inferiores pero ya habá sido probado en primera 10 minutos y había claras posibilidades de que pasara definitivamente el próximo campeonato.
– El Yoni ya está salvado.– pensaba La Yesi confiando en que el polvo que se habían echado la noche anterior le sirva, a ella, para quedar pegada (ser la mujer de un futbolista exitoso parece ser la única posibilidad de ascenso económico entre las mujeres) y escapar de ese mundo de mierda.
El partido comienzó y todos se revolcaban en el barro como chanchos en un chiquero. Las mujeres aúllaban, como perras en celo con sus crías colgadas de las tetas, vítores a sus machos. Las criaturas correteaban escarbando entre las basuras algún juguete para divertirse. Todos parecían felices.
El Yoni escapó con la pelota, dejó a uno parado en mitad de la cancha mirando para otro lado, le hizo un sobrero al Tito y antes de que toque el piso se la pasó de caño al Cacho que al darse cuenta de la jugada puso todas sus fueras en el empujón que El Yoni esquivó con un movimiento de cadera dejando al Cacho con la cara y la panza sumergidas en un charco de barro. Finalmente llegó frente al arco y remató con violencia de derecha un tiro que parecía cruzado pero se abrió hacia la esquina superior derecha del arco y se clavó en el ángulo. El Toto, con sus guantes de arquero, con los mismos que había jugado alguna vez en las inferiores de Velez, con esos guantes comidos por el tiempo, se quedó quieto, parado, como petrificado sin imaginar siquiera qué había pasado.
– Uno a cero.– gritó el Chino Gutiérrez que parece haberse ofrecido implícitamente de árbitro. Tomó la pelota con las manos y la llevó al centro (lo que él imaginaba que era el centro ya que no hay una línea marcada) y chifló con los dedos en señal de que el partido debía seguir.
El Cacho se acercó cansado a la pelota y pateó pero su pase no llegó a destino porque El Yoni cruzó corriendo y se la llevó. Sin ningún firulete, pateó derecho al arco con fuerza pero esta vez el Toto logró desviar el tiro por sobre el travesaño. Ese largo estirarse hacia la pelota finalizó en el impacto violento del balón en la mano derecha y le significó un doloroso tirón en la columna a la altura de la lumbar. Todos lo aplaudierón; quizás por eso, en lugar de quedarse retorciéndose de dolor en el piso, como hubiéramos hecho cualquiera de nosotros, se incorporó y levantó los brazos hacia la tribuna de críos y hembras mientras limpiaba con la remera una lágrima que el dolor le había filtrado al orgullo.
El Yoni agarró la pelota y la llevó a la parte del chiquero que él imaginaba era el córner. El Toto, por cierta intuición de arquero (la que es más confiable que cualquier intuición femenina) supo lo que iba a hacer.
– Lo quiere hacer olímpico el muy hijo de puta… yo te voy a enseñar, pendejo de mierda. – pensaba para sí y se ubicó lejos de la línea de gol para tentar al jugador a que patee al arco.
El viento era propicio y el arquero estaba mal parado así que El Yoni hizo lo que le pareció más lógico; trató de diseñar una parábola que termine en el arco y habría sido gol si el Toto no hubiera adivinado la jugada, "ese gordo de mierda que hace años no ataja nada", había previsto todo desde el principio.
El Toto agarró la pelota sin dificultad pero el dolor se hacía cada vez más intenso. Lo disimulaba. Todos aplaudían.
La Yesi no, la Yesi miraba embelesada a su héroe mítico, a su Orfeo, capaz de sumergirse en este sucio infierno para llevarla a ella y a su futuro hijo a ese cielo que por procedencia les estaba vedado.
El Toto sacó desde el arco pero la pelota quedó a mitad camino entre el arquero y su intención de destino. El dolor era muy intenso ya como para disimularlo y cayó al piso. El Yoni, que había quedado con el orgullo herido, vio la pelota picando libremente y corrió.
El Cacho, que había percibido toda la situación levantó las manos y gritó: "¡El Toto!" para que se detenga el partido; pero el partido, como la vida, nunca hace caso a ese tipo de gritos. El Yoni escapó con la pelota, el arco estaba libre, el Tito sabía de la imposibilidad de frenarlo futbolísticamente y se lanzó, patinando en el barro, con los tapones de punta apuntando a la rodilla. El lodo aceleró el deslizamiento y el pie dio de lleno y fuerte en la pierna del Yoni.
–Crack.– le hizo el hueso al final. La Yesi lloró un dolor que le era propio.
La pelota, picando sin sentido se dirigió al arco y hubiera entrado de no ser por un charco de barro que la detuvo, como al Yoni, le cortaron el destino, la dejaron hay, quieta, sin posibilidad de éxito. Detenida, estancada en el barro. La Yesi seguía llorando porque quizás fuera la única que comprendía.
El Yoni miró su pierna y vio la carne desgarrada y un hueso en forma de punta saliendo. La sangre manaba a borbotones. 
Nadie se preocupó mucho. El Cacho hizo un par de señas y Willy levantó en brazos al Yoni y se lo llevó al hospital.
– No va a jugar este año en primera. – piensa Willy mientras lo cargaba.
– No va a jugar en primera. – piensa el Cacho mientras se secaba la transpiración.
El partido quedó suspendido y como todo grupo de fieras aburridas, comenzaron a pensar qué daño podían hacer. Todos, entonces, decidieron ir al puente peatonal sobre circunvalación. Llevaron un par de ladrillos y un pedazo de hormigón.
El Cacho era, sin dudas, el que ordena el caos de la villa; todos antes de ejecutar cualquiera de sus maldades, levantaban primero la cara hacia el Cacho para buscar su aprobación. Él era, también, el que administraba las jubilaciones y los subsidios, así que nadie quería estar en malas migas con él; era, además, hombre de pocas palabras y de mucha acción por eso estaba contento con la idea de ir a pescar algún turista.
Mas la voz ronca de un villero irrumpió el silencio extraño del puente.
– Miren, hay viene un Audi.–
– Debe estar cagado en plata el viejo.–
– Cacho, a que no le das al parabrisas… – el desafío quebró el murmullo. El Cacho se dio vuelta y no dudó, tomó el pedazo de hormigón. Agarró los hierros salientes como si fueran manijas y, en una mirada, calculó la parábola que la piedra debía describir para estrellarse contra el parabrisas. Luego la lanzó hacia arriba. 
     El tiro fue certero.
– Crack.– le hizo el vidrio al final.
La piedra cayó en el centro del parabrisas quebrándolo en mil pedazos. Los airbag se activaron. El conductor no entendía cabalmente lo que estaba pasando y trató de mantener la estabilidad del coche. Viró a derecha e izquierda. Finalmente mordió la banquina y volcó.
Todos miraron el siniestro y sonrieron. No iban a tener que caminar mucho para recoger los frutos. Bajaron el puente y se dirigieron al auto volcado. El primero en llegar fue el Cacho. El careta estaba vivo.
El joven salió del auto entre mareado y confuso. Vio los chanchos embarrados acercarse y no dudó de sus malas intenciones. Se puso en guardia. Empujó al Cacho ni bien llegó y le metió una trompada a otro que llegaba detrás. Corrió hasta el auto y sacó una barreta que siempre llevaba imaginando situaciones como estas con la seguridad de que estas cosas nunca le pasarían a él.
Feliz y adrenalínico de poder por fin ser protagonista de una historia de telenoticiero sacó el tubo de hierro y comenzó a amenazar a los villeros.
– Vénganse, negros de mierda. Ya los voy a hacer cagar. Vamos a ver si Cristina los defiende de esto.–
Diez segundos duraron las amenazas hasta que el Tito, que traía un ladrillo desde el puente se lo dio con todas sus fuerzas en la cabeza y su mundo capitalista se nubló de repente.
– Hagámoslo cagar acá mismo.–
– No, mejor que aprenda una lección.–
– A la casilla.– gritó el Cacho.
– Garca de mierda.
– Seguro que es del pro, mirá como empilcha.
– Hay que darle lo que merece.
Entre todos llevaron al muchacho arrastrando sus piernas por el barro. La casilla era una vieja garita policial de 3 por 2 metros toda blindada, a no ser por unos pequeños orificios por donde debían quizás alguna vez, haber asomado caños de fusiles.
Como en algún cuadro del Greco que creo haber visto, la luz mortecina iluminaba a la víctima puesta sobre una mesa mientras en torno lo rodeaban una serie de sujetos con gorras.
– ¡Átenlo! – el Cacho daba órdenes concretas y simples, fáciles de seguir para la manada de brutos que lo secundaba.
– Che gorilón…– se dirigió a la víctima, – a ver si te desdecís con eso de la Cristina y gritas frente a todos “¡Viva Néstor!”
–¡Viva Néstor!– coreó la manada satisfecha.
– Necios e ignorantes, ¿qué intentan hacer conmigo? – preguntó el muchacho
– Chito gringuito, calmate. Ya te vas a ir dando cuenta de cómo vas a pagar. Tito, traete la máquina del Roberto para el pelo.
Tito vuelve al rato, le entregó la máquina y agregó.
– Roberto preguntó para qué la querías…
– ¿Vos qué le respondiste?
– Que vos no le preguntaste para qué quería la jubilación su vieja, simplemente se la conseguiste… y que es de sorete preguntar eso cuando te piden algo.
– Bien Negro, vos sí que sabés tratar a estos… a mí me sacan de las casillas…
Sin mediar más  palabras le cortaron todos los pelos de los costados.
– jajaja, mirá, Mario Baracus, jajaja.
– ¿Quién es Mario Baracus?
– Che gringuito, ¿temblás? – le preguntó el Cacho a su víctima.
– Sí, por no poder ahorcarte con mis manos.
– ¿Tenés las pelotas para amenazarme?
– Tengo los huevos para eso y mucho más. Dejame demostrártelo.
– Está bien, mostrámelo; ya estás cortado bocha como nosotros que no vamos de peluqueros fifí como vos, ahora habrá que desnudarte…
– Primero pégame un tiro que ponerme en pelotas, negro de mierda.
– Desnúdenlo y átenlo boca abajo que yo le voy a enseñar quién manda.
– No… – y no llegó a decir mucho más porque dos secuaces del Cacho ya lo habían amordazado.
– Mirá cómo tiembla y mirá cómo se puso… parece un chancho colorado…
Ya estaba desnudo y atado a la mesa. El Cacho se había bajado los pantalones. El joven del Audi hizo su último esfuerzo y cayó flácido sobre la mesa empapando el pañuelo que tapaba su boca de sangre.
– Se murió… – dijo uno sorprendido.
– Se murió de rabia… – dijo otro.
– Será porque lo mordieron unas ratas… – dijo el Tito y todos rieron.
– Llévenlo al auto…  y préndanle fuego.– sentenció el Cacho.
Verificaron la orden y se fueron a cumplirla como siervos obedientes a su amo.




[1] ECHEVERRÍA, Esteban; El Matadero en Biblioteca Digital Argentina 




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