lunes, 13 de febrero de 2017

fábula de la flor y el hombre


La flor está ahí,
sola sobre inhóspita tierra. 
Crece salvaje imponiendo imposibles.
El hombre se acerca
y la mira tan bella,
tan frágil, tan irrompible,
que admira su indómita insolencia
su rebelde existencia.

Se sienta a su lado,
sólo para estar a su lado,
sin otro objetivo práctico o pragmático
que el estar a su lado.

La flor, como el arte,
es inútil, innecesaria.
El hombre entonces se da cuenta
que eso que no necesita
le es indispensable;
la necesidad de lo inútil,
de lo que genera hasta molestias,
incomodidades 
de estar sentado sobre la tierra
de postergar para estar con ella.

No la necesita,
no en un sentido utilitario,
podría perfectamente vivir sin ella.
Pero le es indispensable,
necesita de su inútil presencia.

Se queda sentado,
la mira, la acompaña,
por días, quizás años.

Sin embargo un amanecer
se da cuenta
que la flor no lo necesita,
no necesita de él
no lo necesita ni en su inútil presencia.
El sentido se vacía.
Él, para la flor, es nadie
es nada,
sólo un objeto inútil a su lado.
La existencia de la flor
no se modifica
ni se modificará jamás
por su presencia.

Comprende lo vacuo
de su gesto inicial
de su quedarse sentado
hasta reconoce lo molesto
de su propia existencia.

Entonces se para
y sigue caminando.
Sabiendo que ha sido bello
ese breve e inútil encuentro
y que no se puede quedar
cual convidado de piedra
en una fiesta a la que no fue invitado.
Agradecido de ese momento
robado a la inutilidad,
de ese momento
tan innecesariamente necesario
para seguir caminando.

En el fondo hubiera querido
de la flor algún gesto
que señalara su presencia
o su ausencia.

Posiblemente no sería flor
si lo hiciera.

La flor está ahí,
sola sobre inhóspita tierra. 

Crece salvaje imponiendo imposibles.

Para nadie.









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