viernes, 3 de junio de 2016

La escritura del yo (ser docente)

Salí de la secundaria como salen todos, pensando que no sabía nada; mucho tiempo después me daría cuenta que era mentira. Mi etapa universitaria fue un «déjà vu», un eterno retorno. Definí mi profesión en seguida, pero me equivoqué y entonces los hice de nuevo y de nuevo y de nuevo y me cansé de definir y comencé a ser.
El amor me llegó temprano y se fue rápido, como tormenta de verano y mi hijo me dio otro sino. El teatro era mi esencia y mi existencia pero no mi subsistencia. Sin profesión burguesa, con un arte y sin dinero transité los trabajos y los días: performances publicitarias, mimo, mozo, pintor de casas, remisero, peón de albañil, artesano, empleado de diversos negocios, promotor de libros, docente particular entre los oficios que me atrevo a mencionar. Eran tiempos de hacer, eran los ochentas y la política y las ideas y leer a Nietzche y a Foucault y a Freud y a Barthes y a Lacan era casi como una obligación.
En Córdoba, el amor me llegó de nuevo y también se fue. Lo expresivo me marcaba y escribí un libro sin plantar un árbol ni vendérselo a nadie, regalándolo a quien lo quisiere; tuve un programa de radio con amigos durante un año que pocos escucharon; escribí dos columnas semanales en un periódico independiente durante dos años que algunos leyeron; monté varios espectáculos teatrales que muchos vieron y a muchos gustaron.
Pero mis orígenes burgueses me tiraban y cansado de subsistir a duras penas opté por una profesión que me pudiera dar tiempo y dinero para pagar mis deudas; carecía de cualquier idea de vocación cuando decidí estudiar el profesorado sólo me guiaba el más mísero pragmatismo económico. Y qué se podía esperar, eran los noventas y los impulsos ideológicos de la década anterior habían sido abofeteados por políticas y lógicas muy pobres de sentido.
En San Francisco, fui un estudiante grande, con una cultura bibliófila general perfectible pero no despreciable y transité las aulas con la comodidad de quien lo hace de taquito. Comencé a trabajar antes de realizar mis prácticas y entonces me di cuenta de que sin darme cuenta había por fin encontrado lo que siempre había buscado; un hacer que completara mi existir, que me definiera. Supe que era profesor y que no podría dejar de serlo nunca más.
El amor llegó de nuevo y aun sabiendo que se iba a ir duró más que antes y dejome dos hermosas niñas que completan el mágico y cabalístico número de tres herederos y herencias y sentidos.
En las aulas comprendí que lo más valioso de esta profesión no era lo que había estudiado sino esas personas con quienes lo compartía y que el sistema, en un capricho lingüístico, denominaba alumnos.
En Morteros y en Brinkmann, entendí lo que era trabajar con colegas que compartían el camino y que todo era tan imposible como posible. Que siempre había en el sistema clivajes que podían ser signados por opciones que supuestamente no teníamos.
En San Francisco de nuevo, se mordió la cola Uróboros y fui docente donde fui alumno. Fue época de proyectos y comprender por fin qué era esto del sistema educativo, cómo trabajar desde adentro. El principio del milenio fueron tiempos de cambios importantes en política educativa y yo me sentía parte de eso.
En Sastre y San Jorge acompañé a alguien a encontrarse y me encontré con otras realidades, otras formas de trabajo, otra realidad escolar. De pronto comencé a sentir que lo que hacía se podía volver más significativo pero necesitaba de otros aprendizajes y otro tipo de esfuerzo. Formar futuros docentes se hizo un compromiso y gestionar una nueva dificultad. Pararse en otro lado para mirar el mismo objeto nos permite darnos cuenta que no es el mismo objeto. A mediados de la década del diez los tiempos cambiaban como decía Marx, convirtiendo la tragedia en parodia y era momento de sostener los logros.

Y acá estoy, cada día más seguro de haber elegido una profesión que me completa.

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