jueves, 24 de abril de 2014

Pars pro toto

     Era una casa con dos habitaciones, cocina comedor, una salita y patio. Tenía un perro en el fondo, un auto en la cochera y una familia de cuatro integrantes distribuidos irregularmente por los distintos ambientes y regularmente por los géneros. Papá y mamá habían tenido al nene de mamá y a la nena de papá y colorín colorado (palabras que siempre asustan mucho a las perdices).
    Él llegaba del trabajo y se sacaba los zapatos y los lanzaba en la sala y se sentaba frente al televisor y apoyaba los pies en la silla y se rascaba el ombligo.
    Ella barría, cocinaba y atendía al resto de la familia. Había dejado el trabajo para poder cumplir con su rol adecuadamente. Gritaba mucho ante cada problema y aprovechaba cualquier oportunidad para poder quejarse de su vida ante cualquiera que entrara.
    El junior tenía problemas de disciplina en el colegio, le costaba concentrarse y jugaba al fútbol como había querido el padre. Salía de noche y fumaba a escondidas.
    La pequeña era una alumna aplicada y con buen rendimiento escolar. Colaboraba con mamá en los enseres de la casa y acusaba a su hermano cada vez que se le presentaba la oportunidad.
    Él tenía una amante, todos lo sabían, como todas las familias de este tipo.
    Ella también, pero eso nadie lo sabía.
    La niña fue educada en la sumisión y el niño en el despotismo y la indiferencia. Ambos, al igual que sus padres, fueron educados en el egoísmo y el miedo.
    El padre proveedor mediando la intervención de la madre ejecutiva colaboraban con varias causas asistenciales comprando rifas y regalando paquetes de fideos cada vez que podían para ayudar a esa pobre gente que no había tenido, como ellos, la disciplina y fuerza de voluntad para construir hogares tan sólidos.
    Los niños se quejaban de que en la escuela no fueran más estrictos, los padres se quejaban de las asistencia, los subsidios y esos de cara rara que se mudaron a vivir en el barrio. La duda de la procedencia del dinero que les permitía, a esos nuevos vecinos vivir en un barrio como el de ellos no era ninguna duda; habían visto muchos capítulos del patrón del mal para darse cuenta cómo venía la mano.

    Los vecinos eran eso "vecinos", extranjeros en el ordenado mundo del barrio que, más allá de las clásicas rencillas, no ofrecía a los observadores ninguna desprolijidad. Los nuevos sí, los nuevos eran muy desprolijos. Hablaban a los gritos y los niños, que eran muchos, invadían la calle y la vereda en sus juegos brutos y jocosos. El señor sacaba una reposera y se ponía a tomar, cuando llegaba de la fabrica (si es que trabajaba en una fábrica como decía), una caja de vino... sin dudas un borracho, le debe pegar a la mujer. Sin embargo a ella se la veía contenta. Cuando discutían, lo hacían a los gritos y ella gritaba como un cerdo (chillaba como un cerdo que se da cuenta que lo van a sacrificar). Evidentemente no sabían del decoro que corresponde tener en esos lares; en ese barrio nadie gritaba, ni siquiera las mujeres cuando el marido les pegaba para que aprendieran quién mandaba en casa.

    Con la llegada de los vecinos, la frágil seguridad del barrio, de los silencios, se quebraba. Se rompía los límites del afuera y del adentro, de lo visible y de lo invisible y esto se notaba hasta en el lenguaje soez que empleaban los invasores.

    Una mañana de sábado se recobró el nostálgico silencio casi olvidado. La tranquilidad desconcertó a los habitantes como el silencio al celador de una fábrica despertado por la ausencia del ruido de una máquina que se apaga.
    Varios curiosos se acercaron a la casa y entrar no fue problema porque eran familia de dejar la puerta abierta. Dentro se encontraron los cadáveres de los ocho vecinos invasores, ejecutados en sus camas con una almohada en la cabeza perforada, quemada y borbotantes flores rojas.
    Nadie dudó que fuera problemas de drogas. La policía no investigó. Todos volvieron a sus casas. Incluso el señor de la familia bonita que horas antes había entrado por la puerta con un frasco de pastillas para dormir en el bolsillo y una automática en la mano derecha.

    "Hay que cuidar los sueños porque es lo único que vale la pena y no permitir que nadie irrumpa en afán de quebrarlos" pensó mientras guardaba el arma y se sacaba los zapatos y los lanzaba en la sala y apoyaba los pies en la silla y prendía el televisor y casi sin querer se descubrió gritando:
- Vieja, hacete unos mates...
Y entonces se dio cuenta que ya era tarde.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario